Elfos

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El rostro de la selva era tenebroso.

Los elfos de la brigada de exploración se abrían camino lentamente a lo largo de la maleza que colgaba sobre ellos en un torbellino de ramas rotas y hojas que revoloteaban. Los árboles se agolpaban en apretadas filas, la densa espesura que se extendía por encima de sus cabezas bloqueaba totalmente la luz del sol, y sumía su arbóreo mundo en una oscuridad penetrante y uniforme.

A esta región sombría del continente de Terragaeia los elfos ancestrales conocían con el acertado nombre de bosque dormido. Un complejo entramado de senderos angostos, cavidades leñosas, enredaderas hirsutas y ríos sinuosos que nunca llegaban a reflejar resplandor alguno.

En medio de este conglomerado casi laberíntico proliferaba una flora extrañísima, única en su tipo, desde aquellos brotes y hierbas mágicas que servían para destilar pociones, filtros y venenos, hasta los más terribles árboles carnívoros cuya sola proximidad significaba una sentencia de muerte.

Por eso era importante vigilar cuidadosamente el entorno, comprobar que la tierra pisada fuese firme y estable, recordar todo rastro familiar como rocas, fragancias o madrigueras subterráneas. Los peligros estaban allí, acechándolos a metros de distancia, tanto desde el techo como de lo más profundo del subsuelo.

Esto lo sabía el joven líder del equipo, Syrfal de Albaim, cuyos pasos serenos y estudiados guiaban el curso de los siete elfos que tenía bajo su mando, todos ellos curtidos expedicionarios con numerosos viajes continentales. Aquella misión que los invocaba podría considerarse como un rutinario examen de reconocimiento, pese a que era de gran importancia para la protección del territorio élfico.

De ahí que la brigada dispusiera de una fuerza militar de respaldo para consolidar su posición en aquel paraje inhóspito. Los elfos guerreros doblaban en número a los exploradores y vigilaban todos los flancos posibles a la expectativa de criaturas hostiles. Larzlou de Helz, capitán mayor y legionario, familiarizado con los secretos del bosque dormido, capitaneaba ese tropel disperso pero ordenado de lanzas y arcos mágicos.

Syrfal se detuvo frente a una gran muralla de vegetación, una exuberante y enmarañada masa de troncos, ramas, hojas, brazos de árbol, inmóviles en la oscuridad. Arrancó una hoja desgastándola con la yema de los dedos, advirtió que se desintegraba con un brillo rojo fosforescente.

—Pasaron por aquí no hace mucho —concluyó tras ese breve hechizo de adivinación.

Luego levantó un brazo y aplicó su propia magia para estimular el movimiento del muro. Las ramas se retorcieron incontrolablemente, plegándose sobre sí mismas y descubriendo un pasadizo estrecho a través de los troncos. No era lo suficientemente grande para ninguno de ellos, sin embargo, era posible apreciar a simple vista una abertura que conectaba con el otro lado.

Esta muralla engendrada por el mismo bosque era considerada por los elfos como el hito final, la última advertencia antes de encontrarse cara a cara con otras tribus rivales en medio de un territorio en disputa. Sin embargo, solo desempeñaba un papel disuasorio y no necesariamente una verdadera línea fronteriza. Cualquier elfo podría cruzarlo sin problemas, pero nada le aseguraba que más allá no estuviese un grupo armado de salvajes esperando para emboscarlo.

Syrfal aguzó sus oídos delante del pasaje. Un hechizo de indagación le permitía amplificar el ruido que llegase de aquel extremo apenas visible. Con ese porte juvenil y templado propio de su edad se acercó sin importarle que su negro cabello se enredara en las raíces, o que su uniforme de explorador, de tela sedosa y liviana, verde como la nervadura de las hojas, se estropeara en esa suciedad terrosa.

 Con ese porte juvenil y templado propio de su edad se acercó sin importarle que su negro cabello se enredara en las raíces, o que su uniforme de explorador, de tela sedosa y liviana, verde como la nervadura de las hojas, se estropeara en esa suci...

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