Diosa

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Me sobrecoge aquel saludo eufónico graciosamente pronunciado por una persona escondida en las entrañas del luminoso azul del cielo.

Con particular elegancia se revela ante mí y ante los ángeles que me rodean, una esbelta mujer de belleza celestial sentada en un sublime trono flotante, sus grandes y brillantes ojos de gacela me miran fijamente, como si en esas vastas pupilas quisiera capturar mi alma. Pero no consiento ser fácilmente embelesado por sus cualidades magnéticas, resisto con la entereza y el orgullo propio de un ángel de mi categoría.

—Bienvenida a La Ciudadela, princesa de los ángeles —declara con repentina alegría devota.

Mi corazón es asaltado por la conmovedora elocuencia de su profunda palabra musical, parece que no puede evitar hablar como si cantara

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Mi corazón es asaltado por la conmovedora elocuencia de su profunda palabra musical, parece que no puede evitar hablar como si cantara. Ella sube sus pies al ornamentado asiento, toma un largo impulso de sus piernas y se lanza hacia el suelo en una caída temeraria y acrobática.

Toca el suelo con la ligereza de una delicada pluma, sus zapatos metálicos de tacón resuenan débilmente en el silencio expectante de la plaza. Camina con una incomprensible agilidad y levedad en sus pisadas, con un porte sereno y majestuoso de gran soberana.

Cuando se encuentra cerca descubro que es tan alta como yo, un poco más delgada y de constitución más femenina (quizá ajena a las armas pesadas y al combate físico). En belleza de rostro, no sé si admitir que ella ampliamente me supera, posee una regularidad exquisita, una proporción tan perfecta en sus facciones que la convierten en una belleza de majestad divina.

Su reluciente cabellera dorada, abundante, fina, con una trenza a cada lado, parece una cascada de oro puro que se balancea a medida que avanza. Su impecable vestido, harto revelador y ligero, cubre decisivamente la madurez de su pecho y la armoniosa curvatura de su cuerpo, con una transparencia difícil de ignorar. Un medallón de oro pende de su cuello como un magnífico collar.

La singular doncella se planta frente a mí a una distancia intimidante, el dulce y sutil olor de su perfume natural estimula mis sentidos, pero resisto estoicamente a los mensajes químicos que quizá sin querer me está transmitiendo. Ahora que lo pienso, si hubiese seguido siendo un hombre, mi voluntad se habría visto fácilmente quebrantada ante el más insignificante gesto que aquella mujer pudiese exhibir.

Ella, tomando mi pasividad por ensimismamiento, se abalanza hacia mí con un súbito abrazo. Siento que mi corazón se acelera sin mi consentimiento, mis miembros se mantienen rígidos, una sensación de bienestar contribuye a devolverme la calma. Pero es una calma engañosa, aquella que solo puede surgir en brazos como los de ella, en un abrazo cálido como el suyo.

Correspondo el gesto pese a no comprender del todo lo que está ocurriendo. Envuelvo mis brazos en su cuello, es imposible sustraerme de su hechizado olor pero lo aguanto mientras dura el extraño contacto. Su cabello me hace cosquillas, es tan dorado que refleja la luz del sol como un espejo. Quizá esto sea lo más cerca que estaré del cielo.

Arcángel de la guerraWhere stories live. Discover now