Tesoro

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Eoliad, el monarca de Alción, cayó pesadamente en la butaca de mimbre de su escritorio.

Impresionaba la elegancia y suntuosidad del despacho privado, alfombrado de algodón con sofisticados diseños estéticos, las numerosas lámparas de azulita cuya luz tenue acariciaba las suaves pieles de los sillones, el viejo armario, el amplio escritorio de madera caoba y el pálido semblante del rey enfrascado en un fatigoso cavilar.

Eoliad, hundiéndose en el cojín de su silla, se ponía a encadenar hecho tras hecho, fantasía con fantasía, pensando en lo que el general supremo Draceolkan le había comunicado tan curiosamente vasto de detalles, durante la reunión personal que mantuvo con él y los demás responsables de la toma de Veronia.

—Un eclipse... —murmuró con una turbación que jamás antes había sentido.

Recordó cada palabra del imprevisto diálogo, y ordenó a su pobre imaginación la recreación de la figura que el general había descrito. Una mujer vestida de armadura plateada, de piel marfil y afortunados rasgos, no mayor de treinta años. Alguien capaz de abrumar a un ejército por sí misma mediante la fuerza bruta; quien es, además, jinete de un majestuoso caballo alado.

No había forma de que se tratara de un ser humano, su origen debía ser otro, uno sobrenatural, divino. Esta evidencia lo llenó de un feroz estremecimiento, el encuentro con un dios se consideraba un suceso imposible, prohibido para cualquier criatura terrenal.

Las leyendas narraban cosas maravillosas y no era sencillo discernir lo verdadero de lo puramente fantasioso y exagerado. Según las más influyentes y famosas narraciones orales, hubo una época en que los dioses se manifestaban ante los mortales, sea para conducirles apropiadamente en el camino virtuoso, o para exigir adoración suprema y sacrificios.

Sin embargo, la herejía dominante de Alción había desechado todas esas especulaciones, imponiendo la figura de ídolo que representaba Astorio, eparca ancestral y el legendario huésped del laberinto.

La herejía se había consolidado como una práctica común en varios reinos humanos, pero ésta no solo se expresaba en la adoración de dioses paganos, sino en la devoción profesada a cualquier entidad que se aproximara a la divinidad, siendo frecuente la formación organizada de sectas o hermandades heréticas cuya naturaleza privada hacía imposible su erradicación.

Alción, como una monarquía cimentada ideológicamente en la fuerza humana, confiaba en la superioridad del hombre y en que este podría llegar a desplazar el culto a lo divino. Prueba de ello era la ambiciosa construcción del laberinto de Astorio, cuya profundidad nunca antes había sido determinada. Además de simbolizar uno de los dos últimos vestigios arquitectónicos del glorioso pasado del país. El otro, la torre de Baltras, edificación levantada con el propósito de tocar los cielos, yacía en ruinas olvidada en una ciudad desierta del Este.

Sin embargo, la aparición de una criatura sobrenatural comprometía sensiblemente la supremacía humana, ¿qué expectativas producía la evidencia de que un ser superior al hombre caminaba sin vigilancia ni control alguno a través del mundo conocido, confundiéndose entre los habitantes de las ciudades como un mortal?

Un detalle del testimonio del general supremo llamó su atención: las devastadoras consecuencias del eclipse presuntamente provocado por la mujer fueron originadas por una trompeta. El sonido de aquel instrumento intervino de alguna forma el orden natural del mundo, generando un orbe oscuro que se posó encima de sus cabezas, justo en el cenit de un cielo claro y azul.

Pero lo más extraño, y a la vez escalofriante, fue el efecto causado por su presencia. El oscurecimiento del día ejerció una influencia misteriosa e invisible en las huestes enemigas abandonándolas a un completo y masivo aturdimiento, un estado que prohibía hasta el menor movimiento imaginado. En aquel escenario resultaba de manifiesto que el triunfo pertenecía a su propio ejército.

Arcángel de la guerraWhere stories live. Discover now