Veronia

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Los pasos ansiosos del marqués resonaban en la estancia más acogedora del castillo señorial.

Este lugar era la sala de reuniones, en donde el marqués de Veronia despachaba a sus invitados de la más alta nobleza. El recinto estaba decorado con finas obras pictóricas, y amueblado con sillones hechos de las mejores pieles: un lugar lujoso por donde se le mire.

Sin embargo, ni siquiera contemplando el lujo que ostentaba podía calmar su agitado corazón. Una poderosa sensación de angustia lo hostigaba y mantenía sus pies inquietos, transitando desde ambos extremos de la estancia, como si buscara un camino claro hacia ninguna parte.

En la sala estaban presentes su escribano y su secretario, personas que lo acompañaban habitualmente y que gozaban de su entera confianza. Una última figura yacía postrada en uno de los muebles en una actitud relajada, sin contagiarse del estado inquieto del marqués.

—Oye, Boris, deberías aliviar esa absurda preocupación tuya, y aceptar los hechos —con un ademán de su brazo el hombre sentado se dirigió al marqués, quien finalmente se dio por vencido y se detuvo.

—¿Qué sugieres tú? —preguntó Boris Leskim, marqués de Veronia.

—Sencillamente pienso que las murallas fueron suficiente defensa para provocar su retirada, durante el ataque no pudieron hacerle daño ni con sus arietes, ni sus catapultas —contestó Eric Ealsig, el barón de Casovor, satisfecho por su respuesta.

—¿En verdad, esa es tu explicación? Imposible.

Los ejércitos no retroceden sin razón, la imposibilidad de atravesar la muralla es una excusa, se decía Boris, debe existir una respuesta más compleja, una sucesión lógica de acontecimientos que causara el extraño comportamiento del enemigo.

La ofensiva de Alción lo tomó por sorpresa, cuando divisó a lo lejos el amenazador ejército que se aproximaba con una intención clara de invasión tuvo que confirmar que no estaba en realidad en otra de sus recurrentes pesadillas. Dos días resistió el embate violento de sus proyectiles, el fuego de sus flechas, los estragos que ocasionaron sus catapultas. Pero él cumplió plenamente la importante responsabilidad de proteger la frontera en nombre de su título y su reputación, y no permitió que las hordas enemigas ingresaran a su territorio.

Aunque poco pudo hacer contra el avance hacia el interior a través de las llanuras, los caminos y los bosques; observó con horror que unidades de avanzada penetraban su amado reino, en una excursión que evidentemente tenía como objetivo llegar hasta la capital real.

Sin embargo, luego de una dura resistencia, y de tener el corazón constantemente en el puño, advirtió que la fuerza invasora retrocedía sus líneas hacia el fondo en un cuidadoso desplazamiento de regreso. Él aún distinguía sus antorchas y sus artilugios de guerra en el horizonte, por lo que su retirada no era definitiva sino que volverían en cualquier momento a retomar el ataque.

A pesar de que ahora estaba advertido y vacunado contra la sorpresa y el asombro, Boris no consiguió aplacar su mar de confusión. Sabía que la contienda se retomaría pronto, pero no entendía las decisiones del enemigo, y esto, para un estratega militar, significaba una marcada desventaja.

—Confía en mí, Boris —insistió el barón.

El marqués le lanzó una sutil mirada. A los ojos de Boris, Eric Ealsig era solo un joven sin ambición real, con poca conciencia de lo que ocurría a su alrededor, vivía creyendo que las cosas se solucionaban espontáneamente, sin intervención y sin esfuerzo. Quizá por eso la baronía que presidía era una de las más pobres y atrasadas del reino. La juventud del barón, lejos de inspirar una vitalidad codiciable, se hundía en una abierta dejadez e ignorancia. Es por esa razón que Boris debía protegerlo, fue la petición que le hizo el antiguo barón de Casovor como su última voluntad.

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