Margot

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Margot contempló el amanecer en el horizonte.

No había estrellas, solo un cielo gris azulado, aún no aclarado por la luminosidad del sol. La pálida luz de los dos astros lunares, Iris y Calistea, se perdía a medida que ambos culminaban su elíptico trayecto hacia las sombras.

Un nuevo día de trabajo comenzaba para la joven campesina, vestida con su característico uniforme (consistente en una túnica desgastada, una falda larga, y un sombrero de tela) ella crujió los nudillos y estiró flexiblemente brazos y piernas antes de encaminarse hacia el campo blandiendo sus fieles útiles de labranza.

Debido a que estaba sometida a una prolongada actividad física y a una alimentación adecuada su cuerpo había adquirido una modesta constitución atlética y saludable. Para sus diecinueve años quizá esto no significase una verdadera proeza, sin embargo, frente al común padecimiento de hambre que solían sufrir los pueblos menos favorecidos por el tiempo, el suyo tuvo la suerte de contar con una producción agrícola constante y estimable.

Incluso a pesar del amargo incidente que vivió cuando una tropa incendiaria arruinó sus cosechas, el pueblo de esa región de la llanura de Casovor pudo recuperarse despaciosamente de la notable pérdida; aunque eso le supuso un gran esfuerzo: el trabajo se incrementó, mientras que el recurso humano se redujo a raíz de las muertes, las exigencias del ilustre barón también se acentuaron, hasta el punto de llevar a algunos campesinos a la incapacidad por fatiga crónica.

Margot inició su larga jornada arando la tierra de una nueva parcela destinada al trigo. Los antiguos campos incinerados por las antorchas enemigas dejaron un suelo inservible cubierto de cenizas y de restos humanos calcinados. Para aprovechar aquel lugar se dispuso el levantamiento de un cementerio, en donde finalmente enterraron a las víctimas del fuego y a los que murieron en batalla.

Había pasado una semana desde ese trágico acontecimiento, el doloroso recuerdo aún permanecía transparente en la memoria de los que tuvieron la injusta desgracia de vivirlo. Margot también tuvo muertos a quienes lloró, pero su desconsuelo fue poderosamente opacado por la presencia y la intervención de aquel ser sobrenatural.

Había llegado a su existencia como un cachorro que la corriente arrastra río abajo hacia tus brazos, como la salvación o como el destino. Rápidamente se fue convirtiendo en una persona de confianza, en alguien capaz de espantar cualquier sensación de miedo o de intranquilidad. Margot sentía que podía haber dado su vida solamente para salvarla, si es que ella se lo hubiese exigido.

Pero ahora se había ido, impulsada por un afán incomprensible, en búsqueda quizá de un hogar celestial que trascendiera por completo del irremediable mundo de los mortales. Si fue un error o no haberse despedido de ella, aun cuando le había propuesto que la acompañase, es una decisión que solo su corazón guardaba.

El arado estaba listo, dos bueyes tiraron del viejo artefacto de madera mientras este creaba surcos bastante regulares en la tierra seca. Margot los guiaba desde un timón no sin dificultad, puesto que la fuerza de esos grandes animales de tiro casi la arrastraban haciéndola desviarse del camino recto.

¿Podía confiar en su promesa de que regresaría a visitarla? Los ángeles no suelen ser criaturas predispuestas a la mentira, pero a pesar de haber accedido a su petición, había algo en sus ojos que evidenciaba esa despedida definitiva, irrevocable, un adiós para siempre.

Sin embargo, había un aliciente para que volviese al pueblo: aquellos objetos que le obsequió fervorosamente constituían lo más valioso de sus posesiones, el arcángel se comprometió a cuidarlos, pero detrás de ese compromiso yacía una implícita declaración de retorno, que encontraría la forma de devolvérselos así hubiesen acordado no hacerlo.

Arcángel de la guerraKde žijí příběhy. Začni objevovat