Bendición

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Margot retrocedió situándose detrás del caballo.

Los astros lunares iluminaron tenuemente su posición, dibujando los contornos de su tembloroso cuerpo, y de sus ojos cafés que no se apartaban de la sobrenatural figura amenazadora delante de ella. Creyó que la luz que la bañaba podría ser el anunciado presagio de su exitosa huida. Sin embargo, repentinamente tales espectadores celestiales la abandonaron sumiéndose otra vez en las sombras de la noche.

Presa del pánico, extrajo la espada de su cinto, empuñándola con una firmeza muy inferior a la que había demostrado durante sus entrenamientos. Apenas levantó el filoso metal unas raíces largas y vellosas emergieron de la tierra y lo apresaron enredándose en él. Margot intentó deshacerse del resistente agarre pero la fuerza de aquel conjunto de tallos subterráneos superaba ampliamente su propio esfuerzo. Tuvo que resignarse a soltar su valiosa arma para evitar que la tiraran del brazo.

Desde el oscuro ángulo del gran árbol, la dríada fingió aburrimiento.

—Tu valentía me conmueve, cariño —dijo mirándola con una expresión de infinito desprecio en sus ojos acerados—. El último humano incauto que cruzó este bosque era como tú, un explorador obstinado y ambicioso, todavía recuerdo sus exasperados gritos de súplica, la forma lamentable en que me pedía que terminase con su sufrimiento, pues no soportaba el dolor de las ramas penetrándole hasta las entrañas —esbozó una delicada sonrisa de satisfacción.

Margot se paralizó del terror. Se sentía tan tensa como la cuerda de un arco, y hubiese salido disparada de aquel lugar si un inesperado descuido de la dríada le vislumbrase una mínima posibilidad de engañarle. Sin embargo, era incapaz de descifrar los trazos de su frío semblante detrás del manto negro que celosamente la cubría.

—¿Qué es lo que quieres de mí? —preguntó al borde de la desesperación.

—Sabes, la vida en los bosques a veces me resulta asfixiante—respondió Eleanne, quien tenía la apariencia de estar pensando en voz alta—. La nobleza a la que una vez pertenecí se afanaba del contacto espiritual y sagrado que mantenían con toda insignificante muestra de naturaleza, desde aquella humilde flor que brota en primavera, hasta las imponentes y frondosas secoyas en donde suelen habitar. Todo era un pretexto para alimentar el estúpido orgullo de criatura superior bendecida por los dioses. No eran más que unos miserables presumidos.

Margot, confundida y asustada por la insólita divagación de la dríada, creyó haber encontrado el instante exacto para correr. No obstante, apenas tanteó un movimiento una raíz le hizo tropezar dándose de bruces contra la tierra. El golpe la dejó sin aire, y el vergonzoso chillido que soltó fue música para los oídos de su atacante.

—Yo traté de gobernarlos —continuó Eleanne— imponerles la veneración a los antiguos espíritus elementales, regresarlos al origen, libres de la voluntad de dioses usurpadores y mezquinos —de pronto su expresión adquirió el matiz de la cólera—. Sin embargo, tomaron mi lucidez profética por locura, y me traicionaron, abandonándome en este repugnante bosque, en esta insoportable región de humanos y duendes. ¿Quieres saber qué soy? ¿Acaso no te lo dije? En efecto, no te lo he dicho todo.

Margot se arrastró como pudo alejándose de las peligrosas raíces de la dríada, se incorporó cuando alcanzó tierra llana y húmeda. No comprendía la razón de su abstraído discurso, tenía la impresión de que no hablaba con ella, sino que dirigía su confesión a un espectador ideal o a lo más profundo de su propia conciencia.

—Ahora que estás aquí supongo que deberías saber —repitió Eleanne un poco más calmada y con una mirada nostálgica— la verdad es que no siempre fui una dríada, ellas me transformaron en esto —intentó arrancarse un trozo de rama que sobresalía de su cabeza—. Yo pertenecí a una raza antigua conocida como "elfos del bosque", llamados así para acentuar el contraste con otra especie de elfo muy diferente, elfos de civilización, ciudad o, más común, elfos del imperio.

Arcángel de la guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora