Asalto

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Feidor Lascwen, capitán retirado del ejército, veía el horizonte iluminado únicamente por el fuego de las antorchas de guerra.

Lo identificó al instante como un regimiento de asalto incendiario del enemigo. Aquellas divisiones se encargan de asediar ciudades pequeñas y reducirlas a cenizas en poco tiempo. Apenas vio las antorchas, supo mejor que nadie el destino que correrían todos.

Los caballos avanzaron por el campo invadiendo zonas de cosecha, estropeando los cultivos y los frutos maduros, el paso vertiginoso de la marcha anunciaba la violencia con que ingresarían al pueblo.

Lascwen sabía cómo actuar ante una repentina invasión, pero no contaba con los hombres necesarios para elaborar una maniobra de defensa o de contragolpe, el cuerpo defensivo a su cargo consistía en veinte guardias pobremente armados con una lanza y placas protectoras de armadura, además, los campesinos se hallaban provistos de horquillas y hoces. Mientras que la unidad invasora se componía alrededor de cien hombres, uniformados con armaduras completas, y dotados de espadas, lanzas, arcos, flechas y ballestas.

El escenario era desalentador, sin embargo, tal vez por el efecto delirante del alcohol o su hambre de acción, no se sentía preocupado, sino más bien, emocionado, con la fortuna de poder participar después de tantos años en otra batalla, y quizá en la última de su vida.

Por otro lado, el horror y la desesperación en los pobladores se hacían patente ante la proximidad del enemigo, el pueblo rebosaba de caos, de personas que habían perdido toda suerte de cordura. Apenas el jefe de pueblo y los guardias podían contener el aliento, aunque sus aspectos revelaban la penosa decisión de clamar por piedad y misericordia a sus verdugos ni bien estos crucen la gran entrada.

Empujado por el frío deseo de poner orden, Lascwen gritó.

—¡Jefe, lárguese de una vez, llévese toda la gente que pueda! Les daré tiempo.

Sin oportunidad para meditarlo, Darnoke hizo caso a las palabras de su amigo y, asintiendo, intentó reunir a aquellas personas que definitivamente no tenían las condiciones de participar en una pelea: las mujeres, los ancianos, y los niños. Algunos se mostraron reacios a abandonar a sus congéneres en una lucha sin esperanza, y decidieron quedarse con ellos y acompañarlos hasta el último respiro. Incluso su sobrina, Margot, quien se hallaba firmemente apostada en la entrada junto a los guardias, no mostró señal de retirarse y abandonar esa inútil resistencia.

La tenacidad de Margot sorprendió a todos, era un misterio la raíz de su valor y coraje, además de que su frágil y delgada contextura desentonaba con la de los guardias y campesinos que se mantenían a la expectativa del arribo del enemigo.

Darnoke no pudo convencerla y tuvo que dejarla atrás, no podía hacer nada por ella, no tenía tiempo para preocuparse por una sola persona, a pesar de ser la hija de su hermano fallecido.

Mientras que en el frente, asegurándose de contar solo con aquellos preparados para el combate, y sintiendo compasión y lástima por las mujeres presentes en su batería, el capitán Lascwen bramó con aliento.

—Esta es mi última orden, muchachos, luchemos por una causa justa y fraternal. ¡Por los nuestros!

La confusión poco a poco se convertía en determinación. Todos sabían que una hazaña temeraria como aquella, solo podía concluir con la muerte. Sin embargo, la fuerza instalada en su interior los disponía para ese forzoso encuentro.

Un vistazo al horizonte revelaba la cercanía de las antorchas, y la aterradora inminencia de la batalla.

No hubo tiempo ni de exhalar el último suspiro cuando los soldados de Alción se precipitaron contra la batería apostada en la entrada. Ingresaron con furia, irguiendo sus lanzas y encajándolas en los pechos de algunos guardias, quienes fueron embestidos con la potencia suficiente para arrojarlos muy lejos de sus posiciones. Otros consiguieron eludir el embate de los caballos y se escondieron en las casas. Sin embargo, un grupo más grande, conformado, en su mayoría por campesinos, tomó la iniciativa de repeler el ataque usando la propia velocidad de los caballos en contra de sus jinetes. Ellos incrustaron sus horquillas en algún punto vital expuesto que ocasionase severas lesiones y la pérdida del control de sus monturas.

Arcángel de la guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora