Confianza

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I've put my trust in you

Pushed as far as I can go

For all this

There's only one thing you should know

En una transparente hora de la mañana, una mujer sentada en un manto verde de hojas recogía algunas flores marchitas, con delicado tacto para no maltratar a aquellas que todavía rebosaban de fresca y perfumada vida.

El sereno y exuberante jardín se extendía sublime y recreaba exactamente un paisaje natural, aunque había sido deliberada y cuidadosamente diseñado para ser recorrido en toda su amplitud.

Plantas de diversos tipos y tamaños, flores coloridas y hermosas, rocas, un riachuelo fluyendo en silencio, imponentes árboles frutales, senderos sinuosos; todos los elementos necesarios para que un paseo a través de él fuese una experiencia sensorialmente rica y gratificante.

En aquel vasto, fértil y limpio jardín, la mujer no detenía su curiosa labor, se encargaba de velar por la integridad de cada ser viviente retirando a los que ya habían cumplido su noble propósito, y solo disminuían el encanto y la pureza de aquel sagrado lugar.

Ella, tan pálida como el mármol, con el blanco cabello salpicado de escarcha plateada, entregada a su trabajo, volteó de pronto hacia el cielo, un cielo azul y brillante. Tenía la sensación de que alguien lo había recorrido tan rápido que apenas pudo percibirse. Entonces se levantó llevando consigo su canasta de flores marchitas, sus pies descalzos recorrieron pacientemente el tibio sendero de piedras.

Maurielle respiró hondamente la fragancia deliciosa de las flores que la rodeaban, mientras miraba a los ejemplares moribundos de su canasta con una inmensa lástima. Nada más hermoso, según ella, que el color vivo, alegre y sutil de una flor en primavera, y el aroma dulce, delicado e irresistible de sus pétalos. Una flor despojada de esas supremas bendiciones, era una cosa muerta e inútil que debía ser purgada de inmediato para el bienestar del resto.

El camino finalizaba en una gran casa de madera, una construcción de un solo piso que se elevaba ligeramente del suelo sobre una base de arena prensada para evitar humedades. La estructura era cuadrada, con lisas paredes de dura madera pulida, un tejado en voladizos con tejas rematadas por cilindros cerámicos que protegían las junturas.

El curioso y solemne hogar confería un aura de supersticiosa religiosidad al extenso jardín, como si se tratara de un verdadero santuario ceremonial o de adoración hacia alguna deidad de la naturaleza.

Protegidos del sol por los anchos aleros del techo, dos personas, un hombre y una mujer, descansaban sentados en el piso recubierto de esteras de paja, ambos se orientaban hacia la dirección del jardín, desde donde venía un rumor aromático y una refrescante brisa. Sus posturas eran ceremoniosas, sentados de rodillas como rendidos a la meditación, vestían holgadas túnicas de seda.

En sus pieles arrugadas, el peso de la edad se hacía visible, ambos eran ancianos que revelaban un aspecto sereno y todavía animado, como si conservaran un poco de su vitalidad juvenil. Pero su fortaleza corporal y espiritual se debía más que a una vida saludable y moderada (que habían vivido plenamente), a una evidente condición no humana: poseían largas orejas puntiagudas.

Los dos pertenecían a la raza pura de los elfos, criaturas de excepcionales cualidades mágicas y físicas que podían vivir cientos de años. Aquellos que sobresalían entre los demás tendían a ser los más hermosos y los de mayor sabiduría y poder. No por nada se los elegía como dignos representantes de su estirpe.

Arcángel de la guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora