Soledad

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La solitaria habitación albergaba a una única ocupante.

Una muchacha se hallaba instalada frente a una sencilla mesa de trabajo, alrededor de ella descansaban diversos materiales de pintura como pigmentos, pinceles y pliegos de papel. La estancia se mantenía en un desorden que no era saludable para la inspiración del artista, pero que resultaba extrañamente encantador.

Miriadne, hija primogénita del monarca de Alción, el rey Eoliad, trazaba la superficie del papel con tintura negra, dibujando confusos símbolos y sombras. Su mano se movía con una destreza sobrenatural sobre la finísima hoja blanca.

Vestía una prenda de tela amplia y larga, de color azul, que dejaba a la contemplación hipnótica su tersa y uniformemente blanca piel, y la sugerencia de unos pechos maduros. Un tatuaje interrumpía la llanura pálida de su cuerpo, asomándose por el hombro y recorriendo toda su espalda hasta acabar en el brazo izquierdo.

Cuando juzgó que los caracteres incurridos en el papel tenían una forma y estilo inmejorables, se detuvo y dejó el pincel a un lado. El dibujo, en apariencia indescifrable, representaba diversas runas de un alfabeto ancestral colocadas desordenadamente.

Este curioso pasatiempo podría parecer extraño para un observador distraído, pero para ella, se trataba de un ejercicio cargado de significado. No solo porque suponía un elemento de instrucción propio de los que buscan formarse en las letras, sino además, porque creía ver en ellas, imágenes o acontecimientos del pasado.

Así, dedicaba muchas horas del día al perfeccionamiento de esos símbolos antiguos, aunque eso significase el descuido de otras actividades que como princesa, legítima heredera de la casa real, tenía la obligación de cumplir

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Así, dedicaba muchas horas del día al perfeccionamiento de esos símbolos antiguos, aunque eso significase el descuido de otras actividades que como princesa, legítima heredera de la casa real, tenía la obligación de cumplir. Sin embargo, entregada a su arte perdía muchas veces la noción del tiempo y no consentía ningún otro deber que no fuese la escritura artística.

Desde un rincón, sosteniéndose de un largo perchero de madera, yacía dormido un robusto halcón emisario, llamados así porque son capaces de viajar prolongadas distancias sin reposo, son aves que han desarrollado una resistencia a los cambios más bruscos de la naturaleza y que, por lo tanto, pueden volar tanto al ras del suelo como encima de las nubes. Un bello ejemplar de esta especie era la que dormía plácida en aquel ángulo oscuro de la estancia, al cuidado y la atención de la princesa.

Miriadne encontraba la compañía de su vigorosa mascota muy encantadora, su quietud y silencio le permitían entregarse plenamente a su enigmático arte y al mismo tiempo tener la suerte de contemplar a la magnífica ave.

En este peculiar estado de concentración fue que sonó débilmente la puerta del cuarto. Alguien llamaba, muy despacio, quizá deseando no interrumpir el quehacer de la futura gobernante del reino. De igual modo consigue liberar a Miriadne de sus reflexiones; ella, con un delicado suspiro de relajamiento, se acerca a la puerta y la abre levemente.

La figura del ama de llaves se asomó precavida desde afuera.

—Alteza, me disculpo por la intromisión. Su majestad el rey ha vuelto de su viaje.

Arcángel de la guerraWhere stories live. Discover now