Partida

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El pequeño pueblo amanecía con un cielo grisáceo, el sol apenas visible cubría la tierra con una luz tenue y marchita, débil ante el inminente fin de la calurosa estación, o anunciando el regreso de una anhelada temporada de lluvias.

Había transcurrido dos meses desde el asalto enemigo, aquel funesto acontecimiento provocó la muerte de muchos campesinos y la destrucción irreparable de un amplio sector del cultivo. Las consecuencias del violento ataque todavía se percibían en el aire del campo y en los corazones de los sobrevivientes, pero de manera muy reservada y sigilosa, casi no se hablaba del asunto, no era muy recomendable pasarse la vida invocando a los muertos, así estos hayan sido harto queridos.

Por supuesto, este golpe emocional no significaba un incordio para el trabajo, cada labrador sabía que no era una opción entregarse a la quietud y a la holgazanería. Por el contrario, estas actitudes eran reprobables e indignas siendo amonestadas por sus propios compañeros. Se vivía para el trabajo, porque se trabajaba para subsistir, alimentarse, y en definitiva, sobrevivir diariamente a la miseria de una condición que ni había sido impuesta, ni tampoco habían elegido.

El pueblo, un arracimado complejo de casas bajas fabricadas de adobe y piedra, descubría esa sombría mañana un laborioso trajín tan usual de gente consagrada a las tareas del día. Lo más urgente durante aquel tiempo imprevisible era prepararlo para una eventual lluvia o tormenta, fenómenos que complicarían las cosechas inundándolas y reduciendo la productividad de la tierra.

No obstante, si se hacían unos preparativos adecuados podrían beneficiarse enormemente de las precipitaciones, por ejemplo mediante la construcción de zanjas o acequias para canalizar el agua de lluvia hacia un lugar seguro y evitar que se represe y anegue los cultivos. Otra medida preventiva consistía en sembrar pasto seco en el deslave de algunas laderas cercanas a los campos, pues las raíces de las plantas harían la tierra más resistente y compacta al colapso por el agua.

En todo esto ocupaban su tiempo los habitantes del pueblo, atareados en sus actividades como hormigas en pleno forrajeo.

Mientras que detrás de las persianas de una modesta casa, una joven mujer se alistaba para salir. Con la firmeza de sus manos, curtidas por el arduo trabajo, peinaba su abundante y larga cabellera color castaño oscuro; su piel canela, tímida en la penumbra, se vería pronto arrullada por el calor endeble del sol casi otoñal.

Margot no tenía el acostumbrado uniforme de agricultor, en cambio, vestía una túnica roja de lana que quizá representaba la prenda más elegante y nueva que poseía. Las tinturas eran comunes por lo que hasta una campesina de su clase podía llevar ropa colorida, sin embargo, estas solo se utilizaban en circunstancias excepcionales y nunca para la jornada diaria en el campo.

La túnica dejaba expuesta la sensible zona de su cuello y parte del pecho, puesto que el cambio de estación le permitía mostrarse más ligera, debido a que ya no estarían los imperiosos rayos solares de verano inflamándole el cuerpo.

Completaba su vestuario unas calzas de lana negra que ponía en evidencia la fortaleza atlética de sus piernas, unos zapatos marrones, y un simpático listón negro que usaba en el cuello como un sencillo complemento decorativo.

Descansaba al pie de su estrecha cama, una mochila forrada de cuero que una vez empleó cuando pretendía abandonar el pueblo. Ahora se hallaba llena de objetos, dispuesta para compensar las necesidades de cualquier intrépido explorador o del más serio viajante.

Margot se disponía a realizar aquel viaje de descubrimiento prometido hace dos meses, la travesía que la llevaría a encontrarse con aquello que la esperaba más allá de su mundo ordinario, en el secreto umbral de lo desconocido, y alcanzar así el destino que tan afanosamente se le había anunciado a través de dos seres angélicos.

Arcángel de la guerraWhere stories live. Discover now