Monstruo

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—¿Estás bien? —interroga Tesius a su hermana después de sostenerla.

La rápida reacción del muchacho previno que ella cayese en la trampa del piso.

—Sí, gracias —contesta Trémaca, quien se tomaba muy fuerte del pecho para calmar el extraviado galope de su corazón. La inminencia de la caída le produjo una gran sensación de pánico del cual no podía deshacerse, incluso luego de saberse segura.

El suelo se reconstituyó sellándose sólidamente como si nada hubiese ocurrido, los estruendos del mecánico movimiento concluyeron y con ellos el ruido de los prisioneros sometidos por la caída, uno nunca podría adivinar que realmente estuvieron presentes.

—Tesius, ella está allí —observó la niña con la preocupación palpable en su voz— debemos ayudarla.

Pero su hermano no creía que hubiera algo por hacer, incluso para él la fuerza poseía un límite, y por más que se esforzara no conseguiría comunicar de nuevo ambos lugares, se hallaban completamente aislados y tal vez para siempre.

—Lo siento, Trémaca, debemos continuar.

—No puedes abandonarla aquí —insistió su hermana, y su voz parecía propensa a quebrarse en cualquier momento— ella nos ha salvado, no sería justo...

¿Qué es justo? Se preguntó Tesius, quien ya no confiaba en el equilibrio, en aquella fuerza divina que velaba por el destino de los hombres. Uno de los dioses del panteón, Dikaios, simbolizaba la justicia, y según la iglesia era el encargado de entregar a cada persona lo que le pertenecía en proporción a la naturaleza de sus actos. Sin embargo, nunca se manifestaba claramente, su presencia se mantenía difusa y solo algunos bienaventurados creían haberse regocijado de su gracia.

Tesius no era uno de ellos, nunca tuvo padres, la deidad que lo arrojó al mundo jamás se hizo cargo de él, sus padres adoptivos murieron cumpliendo la obligación que tenían con la ciudad, nadie había evitado que ésta fuese tomada por los invasores y que, finalmente, él haya sido convertido en prisionero, acabando en una sórdida y nauseabunda mazmorra subterránea.

La única justicia, pensó, la hacen los hombres.

Quizá su sed de venganza lo había llevado hasta allí, al corazón del reino de Alción, quizá había concentrado toda su rabia en un solo objetivo, el cual representaba el tormento que había vivido hasta entonces: destruir a la bestia significaba liberarse de ese tormento, consumar su venganza, y administrarse por sí mismo la justicia que la divinidad le negaba.

Por lo demás, se sentía decididamente obligado a ignorar los accidentes que lo alejasen de su propósito, aunque eso implicase darle la espalda a los suyos, incluso a aquellos que le proporcionaron una asistencia necesaria para sobrevivir, como la desdichada mujer misteriosa que había caído en la trampa.

Sin embargo, por más que veía un panorama desalentador para ella, tenía una profunda corazonada que le forzaba a creer en la esperanza. Si resultaba cierto que esa persona poseía un objeto que la devolvería automáticamente al principio, entonces podría usarlo tranquilamente para escapar, cuando no hubiese otra posibilidad para encarar el peligro.

Tesius le explicó su sospecha a Trémaca, y aunque ella se mostró inicialmente incrédula, también había sido testigo de la declaración de la mujer, sus palabras le parecieron una confesión muy sincera y tajante, como si estuviese convencida de la absoluta probabilidad de salir de allí.

A pesar de ser una evidencia suficiente, la pequeña tuvo que reprimir el remordimiento y la desazón de renunciar al auxilio de su salvadora, y tomar con una temblorosa vacilación la mano de su hermano, quien se arrojaba otra vez hacia las oscuras entrañas del laberinto.

Arcángel de la guerraWhere stories live. Discover now