Baronía

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Margot bebió un abundante sorbo de agua.

Delante del camino el sol empezó a evidenciarse en el lejano confín celeste. Amanecía lentamente, y junto a las esperanzas de un nuevo día también llegaron los primeros anuncios de su destino. Se estaba aproximando a la única ciudad con la que el pueblo poseía una relación sólida y colaborativa: la baronía de Casovor, el más cercano núcleo urbano del que tenía conocimiento, aunque solo sea por el nombre.

El paso flojo del caballo marcaba un lento ritmo acompasado que apenas si golpeaba el polvo de la tierra. Por el contrario, otros sonidos alteraban un poco la atmósfera apacible de la llanura. Margot escuchaba inquieta el persistente traqueteo de unas ramas sacudiéndose a medida que progresaba en la marcha. Aquellos siniestros crujidos habrían sido comunes si todavía continuase rodeada de árboles, no obstante, ya había superado toda la región dominada por el denso follaje del bosque y no debería permanecer en sus oídos siquiera un leve rastro de vegetación.

De pronto, percibió un movimiento brusco detrás de ella.

—¿Podrías echarme agua, cariño? Me estoy secando —dijo Eleanne con una tímida voz de fiera en reposo, con su impresionante presencia salvaje reducida a la de una ordinaria mujer cubierta con un manto para protegerse de los tibios rayos solares.

Margot compartía con ella la mitad de la silla de montar, y le sorprendió que se quejara, pues no le había dirigido la palabra desde que abandonaron el bosque, salvo cuando le rogó que le entregara el desgastado manto que había traído para taparse en caso de que el calor fuese insoportable. Se lo prestó amablemente, y obtuvo a cambio el silencio y la quietud que necesitaba para concentrarse en conducir el caballo por los lugares más fangosos del terreno.

Durante el trayecto solo tuvo un delicado incidente que casi compromete su viaje, y más grave aún, su vida. La dríada había intentado envenenarla mediante un hechizo que polucionó el aire con una toxina altamente peligrosa. Ella no pudo evitar respirarlo, sin embargo, la bendición se activó justo antes de morir, pues, afortunadamente, el veneno no había sido de acción lenta, sino que aseguraba un paro cardíaco fulminante a quien llegase a tener el más mínimo contacto con él.

Después de sobreponerse de esa intensa experiencia, Margot comprendió el mecanismo que operaba en su extraña protección mágica. Solamente podía ser impulsada a partir de una inminente muerte instantánea. Es decir, si la dríada decidiera deliberadamente torturarla, la bendición angélica jamás despertaría para socorrerla, y ella agonizaría despaciosamente hasta la hora de su muerte efectiva.

Entonces, ¿por qué correr el riesgo de permitir que la acompañara? ¿No había demostrado acaso ser una vil criatura traicionera y despiadada?

Era trivial suponer que la joven campesina actuaba en contra de su voluntad.

Desde que trató de envenenarla, a Margot le preocupó que hubiera sido una terrible idea tenerla tan cerca y encima como compañera de montura. Sin embargo, su presencia se había impuesto por la fuerza, por medio de la intimidación y la autoridad que aquella implacable mujer inducía en sus víctimas, y no tuvo posibilidad de rechazarla o de oponerse a sus demandas.

La dríada, por su parte, sabía que no podía deshacerse de la joven asesinándola, pero también entendía perfectamente que esta no representaba ningún peligro y que podía exigirle cuanto se le viniera en gana sin esperar una negativa.

Margot se hallaba totalmente sometida al dominio de una obsesionada Eleanne quien, empeñándose en reparar su miserable derrota y creyendo que era imposible destruir el cuerpo de la muchacha, aunque sea trataría de herirla mentalmente, convirtiéndola en un juguete psicológico para satisfacer su golpeado orgullo de especie superior.

Arcángel de la guerraWhere stories live. Discover now