Despedida

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Reemplazo la desgastada túnica por mi reluciente armadura plateada. Una orden mental coloca las placas en sus respectivas posiciones, devolviéndome esa antigua y ansiada sensación de seguridad. Una luz radiante se propaga vertiginosamente consumiendo a su paso las tinieblas que mantenían el recinto en una noche eterna. Descubro con fascinación, que la fuente de aquel misterioso brillo son mis alas.

El horrendo monstruo baja el brazo que sostiene el hacha. Desciende lentamente como por su propio peso; no mueve ninguna otra parte de su imponente cuerpo; permanece quieto, como si de golpe el aire se hubiese hecho demasiado espeso para moverse a través de él.

Sus ojos penetrantes, sangrientos, en un rostro deforme y animal, como si contuviesen la ira del mundo, me observan fijamente, incapaces de atender otra cosa que no sea yo. Estoy de pie ante él, interponiéndome entre su férrea voluntad asesina y el desvanecido ánimo del muchacho quien yace inconsciente sosteniendo quedamente el cuerpo de su hermana.

Tengo el presentimiento de haber llegado tarde.

La vigilancia del monstruo activa todas mis alarmas, desconozco si se dispone a atacarme, parece como devorado por una fuerte indecisión.

Tal vez le confunde mi apariencia, mis alas extendidas refulgen con una fuerza enceguecedora, no sabía que podían brillar tanto. De hecho, es la primera vez que lo hacen. Creo que se debe al largo tiempo que estuvieron encogidas debajo de la túnica marrón mientras se recuperaban de la debilidad que padecían. Ahora las siento más vigorosas y repuestas que antes.

La voz gutural y áspera del minotauro rompe de súbito el silencio. Articula frases incomprensibles, quizá de una olvidada lengua, esforzándose por comunicarse conmigo. Ante su fracaso, ríe sardónico, mostrándome una media sonrisa de orgullo supremo.

Extraigo mi espada de la dimensión del anillo. Estoy decidido a terminar con esto, Astorio está frente a mí, él es mi objetivo, la razón de que haya sido enviado tan lejos.

Me colma una sorprendente confianza, resultado de haber medido mi fuerza con un mecanismo de piedra que iba a aplastarme, saliendo triunfante del peligroso aprieto. Siento que puedo hacerle frente al despiadado ímpetu de este falso dios.

Agito mis alas, remolinos tempestuosos se forman levantando el polvo de los escombros que hay en el suelo. Quiero originar otra ventisca, pero la estrecha condición del lugar jugaría en mi contra, comprometiendo la vida del muchacho, y de una insospechada persona que nos mira desde una prudente distancia.

El niño sin brazo nos vigila desde un pasadizo próximo, escrutando sigilosamente la escena. Le hice jurar que ante cualquier señal de amenaza que perciba, saldría huyendo hacia un lugar apartado que fuese más seguro. Sin embargo, no creo que tal cosa exista, me parece que todo el laberinto fue diseñado para representar un peligro. Podría caer tristemente en una trampa que se convertiría en su tumba.

El minotauro se exaspera y suspende toda intención de provocarme, no he cedido ante sus gestos desafiantes, sabe que mi guardia es sólida y por eso desiste de un ataque frontal: me respeta como guerrero. Aprovecha su altura para intimidarme, pero mis alas extendidas contrarrestan el efecto de su atemorizante tamaño.

En vista de que no se atreve a atacarme, declaro mi intención de acometer contra él.

Maniobro mi espada y efectúo un corte longitudinal que es interrumpido por el hacha del minotauro, obligándolo a retroceder por el impulso del metálico choque. Este primer encuentro me comunica lo que sospechaba, mi fuerza bruta puede medirse con la suya, e incluso superarla. La evidencia de este hecho no relaja la fortaleza de mi defensa. Permanezco atento ante cualquier artimaña de la que podría valerse.

Arcángel de la guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora