SEVEN

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UNA VEZ ESTUVE DE VUELTA EN CASA ME DECIDÍ A TOMAR UN BAÑO, dejando correr el agua, sin entrar, me desnudé poco a poco y me miré al espejo una última vez.

Ahí estaba yo, mi pelo castaño  caía de manera desordenada llegando más allá de mis hombros, mis ojos verdes habían perdido el brillo y mis labios lucían secos, era estatura media con casi un metro setenta y bastante flaca para mi edad, me obligué a dejar de mirarme y entré a la ducha una vez la habitación se llenó de vapor.

El agua me quemaba la piel, sin embargo no me importó y me coloqué bajo el chorro, por primera vez en mucho tiempo, me permití cerrar los ojos y suspirar con tristeza, sabiendo que nadie me escucharía.
Me pasé las manos por la cara intentando limpiar la sensación de insuficiencia que traía encima.

Sentía que me ahogaba, mi corazón latía rápido y fuerte dentro de mi pecho, no era la primera vez que pasaba pero si la primera que quería que acabara, mi cabeza daba vueltas y vueltas.
Apoyé la frente en la pared, volviendo a respirar, me sentía triste, no me era común, se sentía raro, sabía que los demás también pensaban que era raro.

Las personas somos más fuerte de lo que pensamos, en muchas ocasiones nos refugiamos en la soledad de la habitación o en la intimidad de la ducha para poder llorar nuestras penas sin que los demás lo adviertan. Tenemos la habilidad de llorar por dentro y aun así seguir hasta que vuelva la alegría. Es que a veces las cosas duelen tanto, y al mismo tiempo la vida nos pide un poco más. Yo estaba sintiéndo que la vida me pedía poco pero ese poco era mucho más de lo que yo podía dar.

Sentí unos golpecitos en la puerta por lo que abrí la mampara.— ¿Si?— Pregunté, la voz me salió débil, llevaba tiempo callada.

— Solo quería saber si necesitas algo.— Preguntó mi hermano, había entreabierto la puerta lo suficiente para que lo escuchase.— Mamá fue a comprarte ese helado de mierda que tanto te gusta, menta granizada.— Luego de ese ataque de llanto que tuve Mihail lo había llamado para que me buscase, jamás había visto a mi hermano tan blandito, como si por un segundo se le hubiese roto la máscara y pudiese ver a ese niño de diez años que me trataba tan dulcemente.

Sonreí levemente al escucharlo.— Estoy bien, salgo en un minuto.— Asintió y volvió a cerrar.

Con toda la calma del mundo me terminé de duchar y salí al salón ya vestida y cambiada, traía mi pelo chorreando agua pero realmente no me importaba. Me senté en el sofá de piernas cruzadas, el ambiente era tenso, Facundo solo me miraba como si quisiera decir algo pero las palabras no salían de su boca.

En silencio se levantó y se acercó a mi lo suficiente como para llevar una mano a mi cabello y apretar, sentí como muchas gotitas me mojaban la ropa. Lo perdí de vista luego de eso, cuando volvió a aparecer traía un secador de pelo y un cepillo en mano, sin decirme nada lo enchufó a mi lado y comenzó a peinarme como cuando era pequeña.

Ese vacío en el pecho hizo presencia ante ese acto desinteresado, hacía años que mi relación con mi hermano se había roto, desde antes de mudarnos a España, parecía que hubieran intercambiado a mi hermano por ese ser insufrible y despreocupado.

Apreté los labios en un puchero mientras él no me podía ver, me terminó de cepillar en cabello y comenzó a secarlo con calma. Asegurándome de que no me podía oír dejé escapar algún que otro sollozo, aún y cuando me estaba ahogando en mocos no quería moverme por miedo a que parara, que se alejara de mí. Llevarme las manos a la cara se había convertido en una costumbre, me había terminado por dar vergüenza llorar.

El ruido del secador cesó con mi pelo aún mojado, se posicionó frente a mi y me acarició el pelo tan suave como si me fuera a romper.

— Vos sabés que vos sos mi hermanita y que te amo mucho, ¿No?— Siempre tenía las palabras indicadas para hacerme romper en llanto, sintiéndome como una nena chiquita me hice bolita en el sillón mientras el me apartaba las manos de la cara.— Necesito que hablés conmigo.—

Me tomó un momento intentar hablar sin que se me rompa la voz, simplemente no podía, negué con la cabeza ante sus ojos vidriosos y me acercó a él en un abrazo, lloré todavía más fuerte si es que era posible.

Aferrada de manos a su remera, sollozándole en el cuello, sentía que volvía a tener 7 años, como aquella vez que me caí de la bicicleta y el había llegado corriendo a ver cómo estaba, se me caían los lagrimones mentiras me limpiaba la tierra de las rodillas. Me cargó hasta el kiosco más cercano y me compró veinte pesos de caramelos gomita de menta, esos que vienen cubiertos en azúcar, los únicos que comía.

Me acomodé entre sus brazos y lo abracé con miedo a que se fuera a ir, él me acarició la espalda despacito.

— No me quiero ir.— Hablé en su hombro, hasta yo me sorprendí de lo suplicante que me salía la voz, como si él tuviera poder en esa decisión.— Me costó mucho hacer mi vida acá y ahora que lo tengo todo me tengo que ir.— Mis palabras eran casi ininteligibles puesto que las decía mientras lloraba como si me fuera a morir.

— Yo sé que no.— Él también estaba llorando.— Pero vas a ver que va a estar todo bien. — Sabía que él tampoco se quería ir.

— No es justo.— Negué con la cabeza en su hombro, aún y cuando lo intentaba no podía dejar de llorar, las lágrimas me caían una tras otra como a un bebé, ya no hacía nada para limpiarlas.

— No, no lo es.—

No supe con exactitud cuando tiempo estuvimos así, abrazados en el salón mientras lloraba, quizá mi yo más grande mirase a este momento y pensase que era una exagerada pero en mi actualidad sentía como si me estuviesen arrancando una parte del cuerpo.

La cena fue silenciosa esa noche, con los ojos hinchados y la cara roja me senté de chinito en la silla, Mamá no me retó esa vez. Subí las escaleras después de comer y me recosté en la cama mientras me latía la cabeza como nunca, ni diez minutos después escuché unos golpecitos en la puerta, Mamá y Facundo entraron con un tecito de ibuprofeno y los pijamas puestos.

Esa noche dormimos los tres juntos, como cuando éramos pequeños y papá se iba de viaje de negocios, como cuando llovía y nos daban miedo los truenos, como cuando hacía calor y la única pieza con aire acondicionado era la de nuestros papás, como en los viejos tiempos.











Nota de la autora:

Si digo que lloré escribiendo esto, me creen?

Soy el meme del bebé que hace puchero mientras llora, escribir esto me hace acordar a cuando era chiquita y pensar como cambian las cosas cuando sos grande.
En fin, que soy una sentimental de mierda.

Me gustaría prometer que voy a hacer caps más largos pero lo cierto es que eso no lo decido yo, lo decide mi creatividad.

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REFLECTIONS | Misho AmoliWhere stories live. Discover now