Capítulo cuarenta y uno.

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¿Richie? ¿Estás escuchando algo de lo que te estoy diciendo?

— ¿Eh? Claro que sí, Molly.

El pelinegro recordó que tenía un cigarrillo encendido entre sus labios y le dio una calada para sentir, por cuarta vez en el día, el tabaco fundirse en sus pulmones. Habían pasado tres días desde lo ocurrido en el parque de diversiones. Tres días en los que no podía dejar de pensar en Eddie. En la figura tendida en sus temblorosos brazos. Ese hombre sin vida, cubierto de espesa sangre, pálido como la nieve que caía tan apaciblemente en diciembre. Con ojos vacíos, oscuros, sin ningún destello de vida.

Sin ninguna estrellita.

Pero no era diciembre, no había nieve, no hacía frío y aún así se sentía enfermo, tan desanimado como si tuviera una gripe de invierno, de esas que le hacía temblar de pies a cabeza. Pero solo era miedo.

Mentiría si dijera en voz alta que no se había dormido llorando esos últimos días. Lo que vio ese día en el parque de diversiones aún no había terminado de entenderlo del todo, ¿una alucinación? ¿se había quedado dormido en medio del juego y se trataba de una pesadilla? nada parecía tener sentido, pero en al fondo una vocecita le indicaba que aquello tenía todo el sentido del mundo. Solo podía reconocer que ese hombre tendido en sus brazos, muriendo, era Eddie.

— ¿Richie? Mierda, te estoy diciendo que ya es hora de regresar a clases.

Richie sacudió la cabeza y miró a su amiga con un gesto de tristeza. Ella lo comprendió y le quitó el cigarrillo de la boca para apagarlo contra la pared.

— ¿A ti que te ocurre, eh?

Beverly siempre fue tan observadora como Stan o Bill, y notó la mirada de tristeza en el rostro del chico de anteojos. Richie, naturalmente, era la clase de persona que se escondía detrás de las bromas. No le demostraba su tristeza a cualquier persona, las únicas veces que lo había visto estar triste fue cuando Eddie estaba en Nueva York, hace un par de semanas.

Richie le contó todo lo que había visto y cuando terminó de narrarlo ya habían pasado más de treinta minutos desde que había tocado el timbre. Beverly estaba pálida. Sus pecas resaltaban al igual que sus rizos rojizos que parecían destellar como chispas de fuego cuando el sol chocaba en su cabello. Ella era su mejor amiga. No le pidió detalles a su explicación. Le escuchó, le entendió, pasó un brazo por el hombro de Richie y le compró un refresco antes de regresar a clase. Minutos más tardes el profesor de matemáticas les cerraba la puerta en la cara y los dejaba fuera del salón por llegar tarde a su hora.

" Eso suena horrible, Richie. ¿Le has contado algo a Eddie? creo que es mejor no contarle y no decirle nada, sobre esto. Todo estará bien. "

Y eso fue lo que hizo Richie, quien siempre fue malo para seguir consejos.

— Pensé que te ganarías una detención por llegar tarde a matemáticas, idiota. Le reprochó un Eddie ceñudo, mirándole con grandes ojos llenos de preocupación. Sus ojos tenían pequeñas estrellitas, no estaban vacíos como en su alucinación. Richie sintió un agudo dolor en el pecho. ¿De verdad había visto a la versión mayor de Eddie morir en sus brazos? — ¿Rich? ¿estás bien?

— Hm, estaría mejor si me besaras en este momento. Eddie se sonrojó violentamente y miró sobre su hombro. Estaban de camino a los Barrens y al parecer nadie los seguía, estaban solos. Richie admiró lo bien que le sentaba el color rojo en sus bonitas mejillas. Atrapó una en sus manos y acarició sobre sus pequitas con ternura, ganándose una dulce sonrisa por parte del más bajito.— Está bien, lindura. Puedo esperar a que estemos en La Guarida. Puedes hacerme más que solo darme un par de besos allí.

my medicine ; reddie (editando)Where stories live. Discover now