Capítulo 42

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Sentada en el jardín durante la mañana, Yunet esperaba a Nefertari, apretando con cierta ansiedad dos gruesos rollos de papiro que llevaba en la mano

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Sentada en el jardín durante la mañana, Yunet esperaba a Nefertari, apretando con cierta ansiedad dos gruesos rollos de papiro que llevaba en la mano. Un día antes había citado a su hija con la justificación de tratar un asunto "urgente" pues, aunque esta ocasión ameritaba ser calificada así, de no haberlo hecho, Nefertari habría rechazado la cita, tal como había ocurrido en ocasiones anteriores bajo el pretexto de tener el tiempo medido para el trabajo.

Sus respectivos roles como reina y directriz, las había alejado mutuamente. Todos los días desde muy temprano, un séquito de sirvientes se apoderaba de Nefertari para vestirla, maquillarla y alimentarla; la escoltaban hasta los templos para realizar sus rituales, y luego la esperaban a la entrada del ministerio, donde ella se reunía con el consejo siempre encabezado por Ramsés, o por el Chaty cuando el faraón estaba ausente. Al terminar las reuniones, la reina se dirigía a su despacho para revisar las interminables pilas de papeleo, y durante el resto del día era llevada de un lugar a otro para reunirse con centenares de personas, sin tener la posibilidad de recuperar el aliento o manifestar la menor señal de fatiga. 

Pocas veces al día Nefertari se daba el lujo de tomarse un descanso, y por esa razón casi nunca podía reunirse a solas con Yunet, quien, por su parte, debía recorrer la ciudad para verificar personalmente el cumplimiento del trabajo en todas las casas Jeneret, y a diario debía revisar también montones y montones de informes. Aunque almorzaban y cenaban juntas en el salón de banquetes, debían permanecer en sus respectivas sillas y les era imposible hablar abiertamente sin que los 38 ministros, que se sentaban a diario alrededor de Ramsés, pudieran escucharlas.

La mañana en que Yunet la esperaba en el jardín, Nefertari apareció tan bella y deslumbrante como siempre. Iba vestida con una túnica blanca de seda fenicia, casi transparente, que se agitaba a su alrededor como una suave bruma; calzaba unas sandalias doradas de cuero trenzado, ostentaba sobre su cabeza la corona del Ureo, y un pectoral de oro y turquesa le adornaba el cuello y parte de los hombros. Su andar grácil y erguido le confería una mayor solemnidad, pero desde lejos se percibía en su rostro algo que discordaba con esa grandeza: un aire melancólico y resignado que se hizo más profundo y evidente cuando Yunet la tuvo cerca. Nefertari le fingió una sonrisa y la abrazó, pero su madre sintió palpable en su desapacible respiración y su forma floja de abrazar, que era cierto lo que Karoma le había dicho: la reina estaba sufriendo.

—¿Por qué no me lo contaste, Nefertari?, ¿por qué no me dijiste que las cosas en tu matrimonio iban tan mal? —la voz susurrante y afectada de Yunet alertó a la reina, quien inmediatamente deshizo el abrazo y miró a su madre como si acabara de ser pillada en una grave infracción. Quiso preguntar cómo se había enterado, pero al final lo vio innecesario, porque estaba segura de que sus discusiones con Ramsés ya le habían dado la vuelta al palacio.

Tarde o temprano el matrimonio tenía que llegar a ese quiebre. Ambos, tanto Ramsés como Nefertari, lo sabían; aunque ninguno había querido decirlo. A la fecha, cumplían un mes y medio sin tocarse, sin dirigirse una palabra amable, y sin mirarse si quiera con un poco de ese amor malgastado desde el día de su boda. Seguían compartiendo mesa en los almuerzos y cenas, escaño en las asambleas estatales, y estera en los rituales diarios; pero lo único que permutaba entre ambos eran miradas desdeñosas, ocasionales comentarios displicentes, y respuestas o acciones con cierta mala gana que sólo aumentaban el resentimiento mutuo.

Libi ShelekhaOnde histórias criam vida. Descubra agora