Capítulo 52

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Los días siguientes pasaron como el lento y fangoso curso del río, que arrastraba ramas y hojas muertas de los árboles mudados por el otoño. Las calles de Egipto conservaban su rutina, pero estaban suspendidas en un aire de incertidumbre que opacaba la alegría habitual de sus ciudadanos; era como si la tragedia los hubiese tocado directamente a todos.

El palacio se había cerrado sobre sí mismo como un puño. Desde la noche del atentado, se estipuló que nadie podía salir o entrar a sus dominios, hasta que las investigaciones terminaran y pudiera asegurarse la inexistencia de un segundo ataque en camino. A pesar del miedo y la incomodidad que esto produjo, las familias de invitados se mostraron muy comprensivas y cooperativas ante el decreto, gracias a que Ramsés en persona les aclaró que la medida no buscaba señalarlos a todos como sospechosos, sino que más bien era una forma de reforzarles la seguridad ahora que muchos habían perdido a los miembros de su guardia por la batalla del salón. De modo que se pidió apoyo militar para resguardar los muros, y los únicos que pudieron salir al día siguiente fueron los sacerdotes que transportaron los cadáveres a la casa de los muertos para ser momificados.

Los invitados se repartieron las innumerables habitaciones del palacio, y los escoltas sobrevivientes y siervos extranjeros se alojaron en cuarteles y casas de servicio dentro del perímetro. Los miembros del personal palaciego se quedaron en sus respectivas zonas del palacio, mientras que las siervas solteras y otras doncellas, entre las que estaba Miriam, siguieron resguardadas en el harem. La hebrea dormía en el suelo sobre una esterilla, y Leila le había regalado un par de vestidos para que pudiera cambiarse mientras su ropa se secaba; los baños de servicio eran utilizados como duchas y lavaderos al tiempo, y las mujeres del harem debían turnarse para usarlos.

Miriam recordaba que la hora del baño solía ser bulliciosa y hasta un poco alegre, pero ahora, y aún con la increíble cantidad de gente que ocupaba el palacio, sólo existía ese silencio sepulcral que caracterizaba los duelos. La atmósfera se había endurecido en todo el palacio, como si hubiera sido rellena de cemento. Nadie levantaba la mirada o abría la boca para hablar durante las comidas, y si había que comunicar algo siempre se hacía a través de susurros, como si la gente temiera despertar a la muerte de nuevo. Las sonrisas se quedaban guardadas en los labios circunspectos, y lo único que se hacía con frecuencia durante el día era orar ante las estatuas de los dioses que se hallaban en el recinto.

Miriam no tuvo problema en acoplarse a aquella rutina luctuosa: la había adoptado desde la tarde en que Iset murió, y estaba dispuesta a seguir manteniéndola hasta que la cotidianidad del exterior le desplazara la aflicción que sentía. Lamentaba la muerte de la reina, porque —a pesar de las diferencias y los golpes— había acabado por guardarle un genuino aprecio. Ahora sólo deseaba que donde quiera que estuviese encontrara paz, al igual que su pequeño hijo, de cuya existencia se había enterado durante el tiempo en que los sacerdotes hicieron vanos esfuerzos por salvarla.

En las dos primeras noches siguientes al día del atentado, los sueños de Miriam estuvieron impregnados por la tragedia. Se repetía la apertura de los obsequios, pero ella no alcanzaba a llegar hasta Ramsés y la cobra terminaba mordiéndolo; o se salvaba de ella, pero él acababa perdido entre la batalla del salón y era herido de muerte. Las últimas pesadillas eran peores: Miriam se veía de nuevo en la cabecera de la cama desde donde refrescó con paños húmedos la frente de Iset, pero quien estaba en la cama no era ella sino Ramsés, muriendo lentamente. Entonces despertaba con la pavorosa incertidumbre de no saber qué era verdad y qué mentira, pero rápidamente comprendía que Ramsés estaba vivo, porque el silencio del palacio y la tranquilidad de las mujeres dormidas se lo confirmaba. No había visto al faraón desde la tarde del cumpleaños, pero gracias a Gahiji (el único cocinero autorizado para entrar a los aposentos reales) a veces podía enterarse de su estado.

Libi ShelekhaWhere stories live. Discover now