Capítulo 68

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Quince años, sempiternos y metamórficos, transcurrieron desde entonces

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Quince años, sempiternos y metamórficos, transcurrieron desde entonces. Quince años irremediables, con sus primaveras fértiles, sus veranos ardientes, sus otoños estériles y sus inviernos grises. El tiempo pasó por el corazón de Miriam como un río embravecido debajo de un puente durante la tormenta: rumoroso, incesante, arrastrando fragmentos del paisaje y agonizantes restos de vida... hasta que al final solo quedaron los ecos de aquel fragor: los recuerdos del pasado, inconmovibles, tercamente aferrados a la orilla de su vida, como la rama de un viejo tronco desgajada por la tormenta.

Día tras día, del alba al ocaso, durante cinco años, desde aquella tarde en que Miguel la dejó en Megido, Miriam esperó junto a la puerta el regreso del arcángel; atenta a cualquier señal o estela de su presencia, en el aire, en el agua, en las flores, o en la existencia de otras personas. Pero el divino mensajero de Dios no volvió a aparecer, y ahora, quince años después, seguía sin hacerlo.

En el primer año de espera, Miriam había comenzado a trabajar como asistente de limpieza en los templos de Megido, pues recalcando su pasado de pobreza y esclavitud, Teofán le había asignado esta labor en pago a la revelación de los pozos secretos. No fue nada fácil para ella desprenderse de sus costumbres de reina para limpiar fachadas, barrer y trapear pisos, asear y llenar estanques de agua, lavar las túnicas de los sacerdotes y hasta los platos sucios en que ellos comían, pero fue habituándose poco a poco, hasta que terminó por rendirse a los hechizos de la costumbre. Volvía a su casa dos horas antes del anochecer y, con el poco mercado que podía comprar los fines de semana, preparaba cualquier cosa para comer, lavaba su ropa y se recostaba en el catre, exhausta pero sin sueño, pensando, curándose lentamente del violento impacto del cambio, que sangraba y sangró por muchos años como una herida abierta.

Miriam nunca esperó verse obligada a permanecer tantos años en aquella ciudad extranjera. «Si al caso —pensaba al inicio—, estaré aquí un par de semanas o quizás un par de meses, mientras en Egipto todo se aclara y la verdad sale a la luz. Entonces Ramsés vendrá a buscarme arrepentido. ¿Seré capaz de perdonarle su desconfianza, la bofetada y el no permitirme ver por última vez a mi hijo?, no lo sé. Solo sé que volveré a Egipto para reunirme con Siptah y nunca más separarme de él.»

Pero las semanas y los meses pasaron, uno a uno con desesperante lentitud, y al final, lo único que llegó de Egipto, como el arcángel lo había anunciado, fue la armadura y el casco de Ramsés, revestidos con sangre ya seca y alzados en la plaza pública como un emblema de la victoria de Hatti y Megido sobre Egipto. Hubieron festejos en las calles y en el palacio; Miriam fue invitada al primero de ellos. Un guardia real la llevó hasta el palacio, donde Teofán celebraba con los príncipes vasallos de Hatti y hasta con el mismo Urhi-Teshub y su tío Hattusili. Los esclavos guiaron a la hebrea a la mesa de los hititas y le sirvieron un filete de cerdo con vino de granada, pero ella ni siquiera tocó el plato. Sus manos, ocultas a ras de la mesa, estrujaron todo el tiempo el vestido sencillo que llevaba.

Teofán nos contó que te dio una casa sencilla en el pueblo y trabajo de limpieza en los templos —dijo Hattusili con aparente amabilidad—. Perdona; él y mi sobrino Urhi-Teshub son dos brutos sin modales. Sin duda mereces muchísimo más que eso; la información que nos diste fue muy valiosa. Debes extrañar tu vida de lujos, además. Yo estaría complacido de añadir al harem de Hatti una mujer como tú; serías tratada como una reina. Puedes abandonar este descortés reino y venir a Hatti conmigo si lo deseas.

Libi ShelekhaWhere stories live. Discover now