Capítulo 77

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Moisés regresó a la villa en las primeras horas del alba, sin estar seguro de cuánto tiempo había estado afuera, pero sabiendo que había salido en la noche, cuando los lamentos de los egipcios comenzaron a arañarle los nervios y él tuvo que rasgarse las ropas e implorar para que Dios terminara con la matanza. Tampoco supo cuántas horas estuvo llorando en el suelo después de eso, pero se levantó al escuchar los pájaros matutinos de la villa cantar, y volvió a su casa abrumado por el peso del mundo.

Jocabed le abrió la puerta y lanzó una exclamación tan grande de alivio que alertó a toda la casa del retorno de su hijo. La familia se asomó a la sala para verlo; entre ellos Kemet y Miriam. El príncipe no había dormido ni un instante desde la noche anterior, sobrecogido por la oscuridad y el clamor del duelo en las calles; presa del pánico, se la había pasado rezando cuantas oraciones hebreas recordaba para conjurar calamidades y naufragios y toda clase de acechanzas de la noche. Temió ser arrebatado por las alas de la muerte, pero a la hora final todo había pasado, y la familia se regocijó al verlo a salvo.

Jocabed le preguntó a Moisés si quería sentarse y comer algo, pero este negó con la cabeza. Parecía haberse recobrado un poco del impacto, pero aún se le notaba algo menguado; en sus ojos se imprimían las huellas rojas del llanto y el cansancio. Todos se volvieron a mirarlo. El silencio era tan completo que se percibía el leve sonido que hacía el viento seco de la madrugada al pasar por los techos. La mirada de Moisés se encontró con la de Kemet y notó que su sobrino estaba tenso y expectante. El libertador respiró hondo y empezó a hablar.

Se había encontrado con Ramsés en la noche al pasar frente al palacio, y el rey, pasivo ante el dolor como fiera amansada, le había dicho que tomara todas las cosas que quisiera y se marchara con su pueblo cuanto antes, porque jamás quería volver a verlo a él o a los suyos. La mirada de Miriam se revistió con un manto de oscuridad, y Kemet sintió que una desolación helada le comprimió el pecho cuando Moisés reveló que Amenhotep había muerto.

No lo entiendo —interrumpió el príncipe—; la plaga estaba únicamente dirigida a los primogénitos.

Todos volvieron la mirada hacia  él.

—¿Qué es esto, Moisés? —reclamó Kemet, con la voz cuarteada por las lágrimas—. ¿Por qué? ¿Por qué ocurrió esto?

Moisés se tomó un momento. Luego contestó con una deducción propia.

Dios sabe perfectamente lo que hace, Kemet. De una u otra forma Ramsés debía recibir la lección, y no iba a ser por medio de ti, ya que estabas resguardado aquí...

—¡Pero no es justo! —replicó el príncipe. Su incredulidad se convirtió en una repentina ira que comenzaba a palpitarle en los oídos—. ¡Tenía que morir yo, no él! ¡Amenhotep no tenía por qué morir! Él era inocente... Incluso me ayudó a encontrar a mi madre. ¡No hizo nada, no merecía esto! —Acababa de alzar la voz, que de repente se le quebró. Temblaba. Se sentó en una silla—. Esto no... no... no tenía por qué suceder...

Miriam se acercó a él y le frotó los hombros en un intento inútil por tratar de reconfortarlo.

Kemet... —llamó Moisés, amable y paciente—; puedo imaginar lo difícil que es esta situación para ti. No es justo, lo sé. La obstinación de tu padre llevó a Egipto al límite, y ahora no solo tú sufres: también lo hace todo tu pueblo. Dios impuso una plaga en la que debían morir únicamente los primogénitos, pero mírate —lo señaló con la mano abierta—; estás aquí, ahora, a salvo. Y todos aquellos que creyeron en Dios también lo están.

»Tu padre permitió que murieran muchas personas a pesar de las advertencias que le di. Si no hubiese muerto su hijo más querido, ¿crees que le habría importado la muerte de los hijos de sus súbditos? ¡No! Él seguiría reteniendo a los hebreos aquí porque la plaga no lo habría tocado. Ahora que lo tocó, aprendió la lección. Y tú debes estar agradecido porque estás vivo. Vendrás con nosotros a la tierra prometida y seguirás recuperando el tiempo perdido con tu madre.

Libi ShelekhaWhere stories live. Discover now