Capítulo 5

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Ramsés despertó cuando el sol estaba en su punto más alto, y se dio cuenta de que ya era mediodía y Miriam no lo había vuelto a llamar para hacer el cambio de turno, y de que ella tampoco se hallaba dentro de la carpa

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Ramsés despertó cuando el sol estaba en su punto más alto, y se dio cuenta de que ya era mediodía y Miriam no lo había vuelto a llamar para hacer el cambio de turno, y de que ella tampoco se hallaba dentro de la carpa. Al salir, la encontró profundamente dormida, aún recostada en la misma posición contra el palo, pero del caballo ya no había ni el rastro: alguien había aprovechado para hurtarlo mientras ninguno de los dos estaba alerta.

Ramsés despertó a Miriam de un grito, pero no sabía con quién estar más enojado: si con ella por haberse quedado dormida, o con él por haber sido tan tonto como para dejar sus joyas dentro de la ensilladura en lugar de guardarlas dentro de la carpa.

Miriam trató de excusarse diciendo que el cansancio de los días anteriores la había vencido, pero Ramsés continuó liberando su cólera, levantando la voz y preguntándole a los dioses qué clase de castigo estaba pagando, mientras Miriam lo observaba inmóvil, a una distancia prudente, esperando que su furia se apaciguara.

Miriam trató de excusarse diciendo que el cansancio de los días anteriores la había vencido, pero Ramsés continuó liberando su cólera, levantando la voz y preguntándole a los dioses qué clase de castigo estaba pagando, mientras Miriam lo observaba...

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En la Villa de los hebreos, toda la familia de Miriam y sus allegados seguían preocupados por no tener noticias de ella.

Repasando en su cabeza una y otra vez, Eliseba comenzó a atar un par de cabos sueltos del último día en que la vio, y le pidió a Jocabed recordar que dos hombres egipcios habían salido de la villa cargando una carreta con paja cuando ellas regresaban del rio.

Tal vez esté equivocada... —dijo Eliseba—; pero creo que esos dos hombres eran los mismos de los que Miriam nos había hablado antes... los que solían vestirse con ropas hebreas y egipcias sin ninguna razón.

Jocabed respondió que lamentablemente no recordaba bien sus rostros, pero que sí recordaba haberlos visto salir de la villa.
Lo más extraño para Eliseba era que su hijo hubiese encontrado aquella espada tirada en el suelo; era probable que perteneciera a alguno de los dos hombres, y ahora que lo había recordado le preguntó a Aarón si ya la había devuelto.

—Los guardias de las obras no llevan espadas, sólo látigos y cuchillos —contestó Aarón—. Además, esa espada tenía una decoración muy ostentosa; tuvo que ser de alguno de los guardias reales. Se la entregué a Hur para que la llevara al palacio. ¿Creen que los hombres de los que habla Eliseba, pudieron haber visto a mi hermana?... Si ellos estaban aquí tendrían que haber visto algo, y ¿por qué estarían aquí cuando la villa estaba sola?

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