Capítulo 80

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A sus 84 años, la última noche, minutos antes de morir, Ramsés abrió los ojos después de haber estado en coma por dos días, y supo, como una revelación instantánea, que había despertado únicamente para despedirse por siempre del mundo.

Finalmente libre de cualquier sufrimiento, ilimitado, abstracto, yacía boca arriba sobre el lecho real. La luz de la habitación era muy débil. La lámpara que había junto a la cama ya estaba apagándose por falta de aceite y arrojaba sombras que oscilaban por las paredes.

Ramsés vagaba muy lejos, en un mar de ensoñaciones. Su vida comenzó a pasar ante sus ojos en imágenes sucesivas que le presentaban esperanzas y sueños, así como el dolor y el anhelo que lo habían colmado alguna vez y todo lo que un día creyó que era la felicidad, la tranquilidad y la buena vida. Suspiró desde lo más profundo de su viejo corazón, y descubrió que la muerte no era muda como siempre se había creído.

Entre las penumbras y el silencio gris, escuchó florecer un dulcísimo llanto de arpa. Notas de una canción conocida y amada volaron por el espacio, abrazándose armoniosas. La melodía pulsó el corazón del rey, y un eco dentro de él respondió a cada nota. Ramsés evocó con claridad la blanca mano que tocaba aquel instrumento, y a partir de ella fue reconstruyendo un cuerpo y un rostro lejanamente olvidados.

Las quejas del arpa, a intervalos desprendidas, comenzaron a ser acompañadas por una voz angelical, vibrante y clara. Entonces Ramsés vio, como dentro de un sueño, a la dueña de esa boca y esa garganta. La rememoró perfectamente, con cada una de sus líneas y trazos. Recordó sus ojos azules, su largo pelo negro, su cuerpo blanco, su olor a jazmín y romero.

Luego se vio a sí mismo ante un espejo grande contra el cual fueron a estrellarse sus recuerdos, esparciéndose por todas partes, como si fueran ensoñaciones diseminadas por el despertar. Dio un paso atrás, otro más, y en cada paso se borraban décadas de su memoria y él se achicaba y volvía a la inocencia retrospectiva de su infancia, hasta que el cristal le devolvió la figura de un niño de unos cuatro años, él mismo. Y ya no sabía nada de la maldad ni las traiciones, tampoco conocía el significado del dolor o el rencor. Era nuevo en el alma. Un ser que descubría el mundo por primera vez.

La muerte le fue clausurando uno a uno los sentidos. Su nariz dejó de reconocer la fragancia de jazmín y romero, sus ojos quedaron abiertos pero dejaron de ver, sus oídos absorbieron los hilillos de música y cerraron la puerta al exterior, sus manos dejaron de ser manos para convertirse en ramas pétreas, sus labios echaron fuera el último suspiro que guardaban, y su espíritu se desprendió y se alejó inexorablemente.

 Su nariz dejó de reconocer la fragancia de jazmín y romero, sus ojos quedaron abiertos pero dejaron de ver, sus oídos absorbieron los hilillos de música y cerraron la puerta al exterior, sus manos dejaron de ser manos para convertirse en ramas pé...

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Kemet estaba preparándose para tratar de dormir, cuando alguien llamó insistente a la puerta. Dio la orden para que su visitante entrara. La puerta se abrió y se cerró, y una sirvienta se le acercó haciendo reverencias. Venía llorando con la cabeza baja y se limpió la nariz con el delantal antes de hablar.

Mi señor, siento molestarlo, pero ha sucedido algo lamentable.

Alarmado, Kemet pensó de inmediato en su padre.

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