Capítulo 78 - Ramsés

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¿Qué sucedió después de que el inexorable látigo de Dios nos mostró su fuego? Su luz nos dejó ciegos en mitad de una agonía interminable.

Desde que Amenhotep ha muerto todo se ha derrumbado, y pasados varios días, no logro sobreponerme a esta opresión que me ahoga.

Antes -¿cuándo antes?: antes de que este desastre ocurriera-, en momentos de depresión, pasaba horas en mi estudio, trabajando en algún poema hasta que la desolación se iba. Pero ahora el tiempo se ha detenido. La angustia permanece y me siento abandonado en el inconmensurable desierto de estas cuatro paredes.

Los tonos de la tarde me invaden con extrañas presencias que antes no percibía. Ya los cantos de los pájaros son otros, o ninguno. Una luz crepuscular se derrama sobre cada objeto, como si los elevara a una realidad nueva, ahora transfigurada por el sufrimiento.

Los sollozos de Nefertari vuelan y se expanden. Sus ecos alcanzan los rincones más olvidados del palacio. Incluso han intentado convencerme de que empuñe mi espada y vengue la sangre de mi hijo. Pero la sensatez de Kemet, sin duda más objetiva que nuestros odios carcomientes, me ha hecho comprender el elevado riesgo y la inutilidad del asunto.

Y es en vano llorar también. Si golpeas las paredes y si te arrancas la ropa, nadie te oye jamás. No vuelve nadie, nada. No retorna el polvo de oro de la vida.

Nefertari ha respondido que debió ser mi vida y no la de Amenhotep la que fuese atravesada por el derrote de Dios.

Pienso yo lo mismo.

Por eso, como un náufrago en medio de oscuras tempestades, parto sin divisar siquiera la existencia de una isla remota en la cual amadrigarme hasta que cese la sangre de mis heridas.

Por eso, como un náufrago en medio de oscuras tempestades, parto sin divisar siquiera la existencia de una isla remota en la cual amadrigarme hasta que cese la sangre de mis heridas

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Las calles planas, siempre crepusculares, son ahora laberintos irreconocibles. Los cielos y la tierra se han enfermado. La naturaleza, ese arquetipo de toda belleza, se trastornó. Grises los escombros, los árboles, los habitantes. A lo lejos el verde aún existe, un verde pálido y sereno, de río, y tras los cerros tal vez puede verse el sol.

La ciudad que amo se parece demasiado a mi vida; nos unen el cansancio y el tedio. Yo no soy más que el sobrante, el fruto que queda podrido entre sus restos; tan sólo eso: un escombro que se resiste a su ruina, que lucha contra el viento, que avanza por caminos que no llevan a ningún sitio.

Entre el humo tan triste, voy descubriendo el hambre, la sangre en la tierra y las losas de la calle, un terror que durará lo que tarde en recomponerse nuestras vidas, y el comprensible dolor de las personas, sus lágrimas, su miedo, su ira sofocada, que, por algún resquicio, entran en mi alma para desvanecerse luego, pronto, ante los muchos prodigios del desastre: el hallazgo de un cráter aún caliente, el incendio inextinguible de un edificio próximo, los restos de un saqueo. Los niños, con su corta edad, llevan la mirada envejecida de tanto contemplar la devastación.

En este desguarnecimiento existencial y espiritual, sufren todos los huérfanos de cielo y de techo. Nuestros tutores ya no son los dioses. ¿A qué padre le vamos a llorar? Dios vino y se fue. Omnipresente le llamaban los hebreos. Para nosotros siempre fue omniausente.

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