Capítulo 66 - Miriam

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Mi nuevo confinamiento duró apenas un día en uno de los aposentos del Ministerio, reservados para las visitas reales

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Mi nuevo confinamiento duró apenas un día en uno de los aposentos del Ministerio, reservados para las visitas reales. Estaban ubicados en el último piso, tenían un balcón con vista a la ciudad, y su amoblamiento se resumía a una cama y una mesa de noche en la cámara principal, y un sillón y un buró con su silla en la estancia. No había nada allí con lo que uno pudiera distraerse, pero tampoco hizo falta, porque la atracción principal de ese día fueron las protestas ciudadanas que presencié desde el balcón. La multitud enardecida que me había recibido en Menfis, seguía en las calles exigiendo mi condena. Se referían a mí con apodos peyorativos, agitaban en el aire pancartas de tela con dibujos igual de ofensivos, y asediaban el Ministerio hasta un poco antes del anochecer.

Solo cuando Ra abandonó el cielo pude tener un poco de paz. Me aparté del balcón sobre el que había estado oculta tras las cortinas de gasa, y me acosté en el lecho a seguir pensando en mi desdicha.

Pronto llegaría el año nuevo. Egipto encendería sus miles de velas flotantes en el Nilo, la gente celebraría y se reuniría feliz con sus familias. ¿Y yo donde estaría? Tendría suerte si permanecía aún en esta habitación; mi único deseo hacia la estrella Sotis sería entonces retomar mi vida. Pero muy dentro de mí sabía que eso no sería posible: el arcángel lo había dicho, Dios me estaba poniendo a prueba. Nada podía hacerse salvo esperar. Estaba próximo el final que temía. Sabía que la aventura acabaría, sin duda, como debía acabar, como estaba escrito, como era inevitable que sucediera. Pero me resistía a aceptarlo, y trataba de contrarrestarlo elevando plegarias inútiles al mismo Dios que ahora iba en contra de mi deseo.

Apacibles sombras vagaban por los muros de mi habitación. Las sábanas eran frescas y suaves. No había ruidos en el aire quieto de la noche. Con un deliberado acto de fuerza de voluntad, traté de permitir que me inundara un poco de paz, aunque fuese muy mínima, pero por más que lo intentaba, la paz me evitaba, como si tuviera conciencia y supiera que yo ya no era una criatura de silencio. Sin embargo, creo que me quedé dormida en algún minuto de esa hora, porque el recuerdo que le sigue a este acto es para mí engañoso y entrecortado.

No sé si esa noche soñé a Abimael, o si he soñado que lo soñé esa noche y ambos sucesos se confundieron en mi mente. El hecho es que de pronto lo vi saltándose la baranda de mi balcón con mucha agilidad, hasta que logró deslizarse fuera de mi sueño y entrar a mi cuarto, en complicidad con el viento de la medianoche. Lo miré aturdida desde un rincón de mi cama y desperté por completo cuando sentí que me puso una mano firme sobre la boca, mientras con la otra me sujetaba el hombro y me ponía una rodilla sobre el muslo. Di una sacudida convulsa y luego me quedé quieta, con los nervios de punta, tratando de descubrir sus ojos entre las sombras de su rostro.

No temas, por favor —susurró—. No quiero hacerte daño, pero es muy importante que no grites. ¿Puedo retirar la mano?

Asentí vigorosamente. Entonces retiró los dedos. De inmediato levanté la cabeza y aparté su mano de mi hombro.

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