Capítulo 60 - Miriam

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Ramsés

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Ramsés... ¿Recuerdas el libre balanceo de las ramas, el cielo con su limpidez de diamante, las flores movidas por la caricia primaveral... los confusos rumores de la ciudad? Todo, hasta el vuelo alegre de los pájaros y las nubes, todo se quedará esculpido en mi memoria hasta que el ángel de la muerte venga a reclamar mi vida.

Aquel día tú y yo nos habíamos casado, y yo me sentía más que bendita e imbatible: me sentí Dios por un instante. Los vi a él, a ti, al río, a la luz de la tarde, ardiendo y vibrando en la grandiosidad de mi deseo cumplido. Eras «mi esposo». La tierra y los cielos me sonrieron al saborear esa frase; el sol tocó el fondo de mi alma. Vi frente a frente la felicidad y creí ciegamente en ella.

Juntos, tú y yo, avanzamos por las calles colmadas de gente, recibiendo los aplausos y felicitaciones desde nuestras literas. Yo no estaba para nada acostumbrada a las exhibiciones públicas y los nervios comenzaron a apoderarse de mí, pero tú agarraste mi mano y me diste valor para levantar la cabeza frente al gentío y esta nueva vida que abría sus brazos para recibirnos. Seguimos a través de los parques y las plazas, devolviendo algunos saludos al pueblo que nos aclamaba; yo con mi sonrisa y mis gestos tímidos, y tú con la expresión segura y endiosada de tus estatuas de granito.

Me hubiese gustado estrechar la mano de todos los ciudadanos que se acercaban a vernos, especialmente los egipcios, porque quería agradecerles que hubiesen aceptado con tanta calidez el hecho de que yo era su nueva reina. En aquel momento la intuición me indicaba que no me habían aceptado realmente, y que sólo me alababan porque te veían a mi lado, pero entonces sus halagos y ovaciones eran tan reconfortantes que las tomé y las guardé con mucho cariño. Nunca imaginé que tu pueblo me mostraría su verdadero rostro ese mismo día, pero así fue.

Hicimos la primera parada en la zona de los templos y el cortejo que venía detrás de nosotros se dispersó para ofrendar a los dioses. Luego salimos hacia el muelle y navegamos por el Nilo en una gran barcaza que nos acercó a otras zonas de la ciudad aún sin recorrer. Sentí la tensión apenas zarpamos porque, a pesar de que había una gran masa de egipcios allí, pocos nos celebraron como en las afueras del palacio. Noté que algunas personas me miraban cruzadas de brazos, y cuando Paser trató de alentar una ovación entre la gente, alguien gritó al otro extremo de la calle:

¡Alégrense todos: ahora nos gobierna una esclava!

Entonces la gente alrededor de nosotros comenzó a exclamar:

¡ES-CLA-VA! ¡ES-CLA-VA!

Y al poco tiempo se unieron otros gritos de protesta en los que escuché claramente:

«¡Fuera!», «¡que se largue de aquí!», «¡Isis no puede ser hebrea ni esclava, la diosa debería fulminarla por tal afrenta!»

Te apreté la mano con temor y tú ordenaste que bajaran tu litera y te levantaste furioso.

¡Deténganlos! —gritaste, y los guardias formaron un apretado círculo alrededor nuestro, pero el canto de la gente pronto creció hasta volverse atronador. Incluso los niños, que no comprendían el significado de lo que gritaban, me miraban con los ojos entornados y chillaban:

Libi ShelekhaWhere stories live. Discover now