Capítulo 49

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Esa noche, luego de dejar a Ramsés dormido en la cama, Iset abandonó los aposentos reales tan silenciosa como una sombra; pero no pudo mantener el mismo grado de invisibilidad cuando se cruzó por el pasillo con el Chaty.
Habían transcurrido dos horas sin que ella tuviera encima la vigilancia de los siervos de Kamuzu, y al verla, este comenzó a interrogarla sobre por qué acababa de salir de los aposentos del faraón y de qué había hablado con él.

Iset explicó lo sucedido, y aseguró que no había hablado mucho con Ramsés, porque la furia del rey apenas sí le había permitido acercársele. «Puedes ir ahora mismo a indagar si mencioné algo extraño —dijo ella—. Y aunque lo hubiera hecho. Ramsés está tan sedado que ni siquiera creo que recuerde mañana lo que pasó esta noche». Dejó a Kamuzu en el pasillo y se dirigió tranquilamente a su dormitorio. Los siervos que la vigilaban seguían allí, pero ella los obligó a salir nuevamente. Cuando se aseguró de que estos estaban lejos de la puerta, Iset pasó la aldaba y comenzó a rebuscar algo entre sus cosas, hasta que halló dos pedazos rotos de un jarrón de cerámica y se acercó a las lámparas para estudiarlos. En ellos, había un mensaje escrito en su lengua natal:

"Hija mía. Acabo de recibir tu mensaje de auxilio y lamento saber que tú y el faraón están a merced de tan grave conspiración. Eres consciente de que no tengo forma alguna de intervenir en los problemas internos de Egipto, pero he enviado a Tebas el grupo de mercenarios que me pediste. Son siete, y viajarán haciéndose pasar por mercaderes. Estimo que llegarán a Egipto dos semanas después de que recibas este mensaje".

En el segundo pedazo de cerámica estaban los nombres de todos los mercenarios y un código fonético con el que Iset podría distinguirlos, aunque no hacía falta, porque ella reconocía los nombres y recordaba perfectamente el rostro de sus dueños; los conocía desde niña y confiaba ciegamente en ellos, porque a pesar de ser calificados como asesinos a sueldo eran fieles a su familia y no se dejaban sobornar como el resto de mercenarios locales.

Iset se había visto obligada a comunicarse con Megido a través de la cerámica que se exportaba como mercancía, porque su correspondencia estaba totalmente intervenida por Nebcheser, y los siervos con los que Kamuzu la vigilaba no le permitían reunirse a solas con nadie. Su padre, el rey Amiasaf, tuvo que utilizar el mismo método de mensajería. No podía comunicarse de manera directa y alertar a Ramsés sobre la conspiración, porque el correo que le llegaba al faraón era previamente revisado por el Chaty, y ahora se tenía especial cuidado con las cartas de Megido porque Nebcheser desconfiaba de Iset gracias a las advertencias de la pitonisa.

Iset recibió el mensaje de Amiasaf en la mañana, cuando le compró el jarrón a un mercader insistente que la persiguió por dos calles ofreciéndole el producto. Reconoció la iconografía de su país de origen en la artesanía y los rasgos extranjeros del mercader disfrazado de egipcio, pero, por aparentar desinterés ante los siervos de Kamuzu, dejó que el mercader insistiera en vendérselo y al final decidió llevarse el jarrón consigo como por caridad. En el palacio lo rompió y dentro de él descubrió el mensaje de su padre, pero tuvo que ocultarlo entre sus cosas antes de que los siervos del Chaty se dieran cuenta, y sólo hasta en la noche había vuelto a estudiar el mensaje. Cuando terminó de leer, trizó los pedazos de cerámica hasta hacerlos polvo, y los lanzó al fuego de los braceros donde se confundieron con el carbón. Por último apagó las luces y se ovilló en la cama, pensando en sus próximos movimientos.

Ahora que Nebcheser no tenía cómo amenazarla (porque Ramsés conocía su tentativa de escape junto al príncipe nubio y al parecer la había perdonado por ello), Iset se sentía constantemente tentada a contarle al faraón lo que estaba pasando. Si hablaba sobre la conspiración, Ramsés comenzaría a investigar a Kamuzu y a Nebcheser, y probablemente los mantendría vigilados hasta hallar un indicio que confirmara la acusación para poder condenarlos. Pero Iset temía que, al no tener pruebas contundentes y desconocer el alcance de sus enemigos, el curso de la historia se volviera contra ella. El príncipe de Nubia había afirmado que Nebcheser tenía muchos adeptos unidos a su causa, y ahora lo creía cierto. Sabía que Jahí le había hablado sobre la conspiración a varios tribunales antes de partir, pero hasta el momento ninguno de ellos había actuado. Eso sólo demostraba la enorme influencia que Nebcheser ejercía sobre la justicia, y el ingente peligro que pendía sobre la cabeza de Ramsés.

Libi ShelekhaWhere stories live. Discover now