Capítulo 65 - Miriam

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Hay cambios violentos e imprevisibles en la vida, similares a los terremotos

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Hay cambios violentos e imprevisibles en la vida, similares a los terremotos. Un día caminamos tranquilamente por el jardín, contemplamos el azul del cielo matutino, sonreímos, pensamos, hablamos como siempre. Y de repente se escapa de la mano de Dios una espada que cae con fuerza sobre nosotros. Entonces tiembla el mundo, truena, suplican la tierra y sus flores; todo se derrumba. Se abre en nuestros corazones una zanja por donde corre el miedo y la incertidumbre, y es difícil volver a confiar en la firmeza del suelo.

Como el animal asustado que se acurruca en su guarida, así yo me aferraba a lo conocido, tratando de prepararme para otro cambio crucial. Mi pasado tiene poco sentido. No veo orden ni claridad, solo un viaje a ciegas, guiada por la intuición y por acontecimientos incontrolables que desviaron el curso de mi suerte...

Al nacer el sol, fui llevada una vez más a la carpa de Urhi-Teshub e hice lo que el arcángel me había aconsejado: revelé la ubicación de la bodega del tesoro debajo del palacio y los demás yacimientos de Egipto. Apenas podía hablar: me sentía extremadamente débil por la inanición, pero Urhi-Teshub debió entender bien mis balbuceos, porque al finalizar me compartió una buena parte de su majestuoso desayuno. También delegó a una de sus criadas para que me atendiera y me dio algo de ropa.

Los sirvientes pasaron los dos días siguientes intentando arreglar los destrozos causados por la tormenta de arena, cuyas partículas habían conseguido introducirse en las reservas de alimentos y en las jarras de agua y vino. A pesar de sus esfuerzos, la ropa, los catres y las mantas quedaron cubiertas de polvo, en especial las mías, de tal manera que me la pasé con rasquiña y mi piel terminó irritándose.

Al tercer día, el campamento empacó y comenzó a movilizarse hacia la frontera con Egipto. Apenas caía la noche nos deteníamos en algún sitio solitario cerca del mar; el cocinero y su ayudante encendían las brasas y preparaban la cena para todos. Urhi-Teshub comía con los otros alrededor de las fogatas; a mí, en cambio, se me servía dentro de la misma carpa donde permanecía atada al palo central por medio del grillete. Al amanecer, me traían agua de mar en cántaros para bañarme y yo misma recogía la alfombra para hacerlo en la intimidad de la tienda. Durante el resto del día seguíamos avanzando por el caluroso desierto, arrastrados por los carros de combate mientras los sirvientes caminaban bajo el ferviente sol.

Poco a poco, en un naufragio ineluctable, sentí que iba perdiendo el sentido de la vida. Pasaba las noches en claro, llorando sin sosiego, analizando detalles, aturdida de fatiga y humillada hasta el último resquicio del alma. La voz de Miguel me acompañaba tan totalmente que no había cabida en mí para otras. Mucho me cuestioné si mi encuentro con él había sido un desvarío, un creativo sueño de mi mente agotada y ansiosa por rechazar la horrible realidad, pero mis sueños jamás habían sido tan vívidos y lúcidos, y la precisión con la que recordaba todas las palabras del arcángel, aún cuando yo siempre solía olvidar las conversaciones de los sueños al despertar, era sencillamente increíble y casi palpable.

Varias veces intenté repetir a conciencia el abandono de mi cuerpo para viajar a ese lugar mágico donde no existía la intensidad de los sentimientos, pero no hubo manera de que pudiera volver a salir de esta mi prisión de carne y hueso.

Libi ShelekhaWhere stories live. Discover now