Capítulo 53

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De camino a Menfis, Ramsés realizó una parada en cada uno de los nomos del bajo Egipto, buscando generar con su presencia un poco de paz y reconforte en las ciudades tocadas por la tragedia. A lo largo de la ruta fue amablemente recibido por las familias de los nomarcas fallecidos, y él mismo ofició los nombramientos de los herederos al cargo; los hijos mayores, o el hombre más joven de cada familia, era el elegido para portar el título de nomarca.

Las comunidades de cada ciudad, envueltas en un halo de incertidumbre por los recientes hechos, agradecieron también la presencia de su faraón. A penas supieron de su llegada se acercaron a los senderos seguros por donde él pasaría, y al ver la caravana comenzaron a aplaudir como una forma de demostrarle su apoyo. Ramsés abrió las cortinas de su litera y pasó haciendo esporádicos saludos con la mano, sintiéndose refortalecido con las ovaciones de su pueblo; que ellos estuvieran a gusto con su presencia en el trono era lo único que realmente importaba.

En su llegada a Menfis, Ramsés se encontró con la debida recepción de sirvientes, nobles y sacerdotes. Henutmire y Hur lo estaban esperando entre la multitud, refugiados en sus literas, y al verlo desembarcar se acercaron a él con el semblante compungido para darle la bienvenida además de sus condolencias. La princesa abrazó a su hermano con fuerza y no pudo evitar que algunas lágrimas de tribulación se le desbordaran. «Le agradezco tanto a los dioses por haberte protegido —le dijo—; todos los días hacemos ofrendas y oraciones para que Iset y tu hijo sean bien recibidos por Osiris en el mundo de los muertos».

Luego del emotivo saludo, Ramsés ordenó que llevaran su equipaje a la residencia real de la ciudad, donde también se estaban hospedando Hur y la princesa, pero el faraón no se marchó con la servidumbre, sino que siguió su camino en carruaje hasta el harem de Menfis para conocer a su pequeña hija. Hur y Henutmire ya habían tenido la oportunidad de verla. Recibieron el llamado el día en que Nefertari empezó a presentar contracciones, y luego del nacimiento la princesa se quedó una semana en el harem para brindarle un poco de apoyo y compañía a Nefertari, quien había sufrido breves episodios de depresión postparto. «La niña es preciosa, Ramsés —dijo Henutmire con una sonrisa—; está saludable y es un poco inquieta, los sacerdotes auguran un buen futuro para ella».

Aunque trataba de actuar feliz y tranquilo, la verdad era que Ramsés estaba muy nervioso. No tenía ni idea de cómo asumir la paternidad y le acuciaban algunos miedos de padre primerizo, como que su hija no tuviese a su alcance lo necesario para crecer sana y feliz, que él no pudiera involucrarse positivamente en su desarrollo, o que la distancia creara una barrera tan grande entre ambos que ella nunca llegara a quererlo. Pese a todo lo que había pasado con Nefertari, Ramsés no quería cometer errores que a futuro pudieran causarle malas impresiones de su persona a Meritamón, y ahora se preguntaba si era justo mantenerla alejada de él por causa de la madre.

Cuando el carruaje llegó al harem, los guardias y directivos del mismo se apresuraron a darle la bienvenida al faraón y sus acompañantes. Habían preparado una recepción con música y comida, y las mujeres estaban ataviadas con sus mejores ropas y joyas para dar la mejor impresión posible. La mayoría habían sido concubinas de Seti en su juventud, y el resto eran las hijas que el fallecido faraón había engendrado con ellas. Ramsés las saludó con el respeto que les merecía, y se fijó brevemente en sus medias hermanas mientras tomaba rumbo a la habitación donde se encontraban Nefertari y la pequeña Meritamón. La directriz del harem lo guió hasta allí, pero Ramsés no quiso entrar: pidió que le llevaran únicamente a la niña al balcón donde él estaría, y subió por la escalera que se hallaba a tres pasos de la puerta.

La directriz ingresó a la habitación y le informó a Nefertari que el faraón ya había llegado y deseaba ver a su hija. La exreina, que en ese momento se encontraba meciendo la cuna, le dirigió una mirada de triste angustia a la mujer. Había pasado un embarazo estresante porque el oráculo de Amón se había negado a revelar el sexo del bebé hasta el parto, y por lo mismo vivió los nueve meses con temor a que su hijo le fuese arrebatado al nacer. El decreto de Ramsés dictaba que, al ser hembra, su hija podría quedarse con ella durante los primeros cinco años; pero Nefertari temía que con esta visita el faraón cambiara de opinión, y de todas formas quisiera apartarla de su bebé desde ese instante.

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