Capítulo 45

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Esa noche, por la misma hora en que Miriam se durmió sobre el camisón de Ramsés, Iset, en el palacio, permaneció sentada en su cama repiqueteando los pies en el suelo con ansiedad

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Esa noche, por la misma hora en que Miriam se durmió sobre el camisón de Ramsés, Iset, en el palacio, permaneció sentada en su cama repiqueteando los pies en el suelo con ansiedad. Le era imposible conciliar el sueño. Luego de las revelaciones de ese día, su cabeza no hacía más que centrifugar la información, impidiéndole cerrar los ojos sin que una violenta ráfaga de pensamientos fatalistas la llenaran de pánico.
Estaba considerando pedir una medicina para poder descansar, pero en su cabeza se filtró la repentina réplica de su propia consciencia remordida, diciéndole que entonces tendría que medicarse todas las noches de ahora en más, hasta que el peso aplastante de la culpa la dejara volver a dormir de manera natural.

La voz de Jahí seguía flotando en sus oídos con una claridad inaudita. Todo el amor que ella había sentido por él, el afecto que jamás le fue permitido expresar ni sacar a la superficie, había fermentado hasta volverse rancio en un solo día. A pesar de que el príncipe nubio sería por siempre un deseo insatisfecho estancado en su corazón, Iset ya no experimentaba más que ese hondo y humillante vacío del rechazo al pensar en él. Ahora, y en contraposición a ese amor que rápidamente moría, la imagen de Ramsés se mecía y resonaba dentro de su ser como el gong de una enorme campana. La mente de Iset, ya liberada del fúrico impacto que le había generado la noticia del amorío con Miriam, recordó las razones por las que guardaba un afecto por el faraón, y por las que la muerte de este tendría más que un simple peso diplomático en su vida.

Pese a lo burlada que se sentía, Iset tuvo que aceptar que su odio hacia Ramsés era injustificado. Pues, dentro de todas las posibilidades adversas de un matrimonio forzado, el faraón era mejor esposo de lo que ella había esperado: nunca la forzaba a nada, respetaba sus decisiones y espacios, no la excluía de ninguna manera, y no escatimaba en presentes ni atenciones. Le había enseñado a manejar la administración, a maniobrar armas de caza y de guerra, y a entender cosas de la cultura egipcia que a más de un año de su llegada seguían sin encajar en su mentalidad. Además de competir en carreras de carruaje y cazar juntos en la mañana, también solían pasear y finalizar las extensas caminatas chapoteando en el río, o en las piscinas del palacio, bajo la mirada de una celosa Nefertari que a veces se paseaba por los balcones divisándolos con una falsa indiferencia.

Ahora Iset se preguntaba si sus momentos junto a Ramsés no habrían sido en realidad miserables estrategias para celar a la reina. Eso desarraigaba su creencia de ser alguien importante en la vida del faraón. Nefertari era la favorita y Miriam la amante, pero, ¿quién era Iset? Ella misma se preguntaba qué eslabón, qué título, qué puesto ocupaba en el mundo de Ramsés. ¿Era acaso una sombra?, ¿una decoración más de su mesa de banquetes?, ¿un medio para provocar los celos de Nefertari? Iset necesitaba saberlo: si Ramsés la amaba, aunque fuera un poco, eso bastaría para que ella pusiera las manos en el fuego por él; pero si no, si la consideraba un objeto más de su colección, si no era nada ni nadie en su vida, entonces ella nunca se arriesgaría.

La necesidad de saber qué opinión le merecía el rey, llevó a Iset a ingeniarse las maneras de descubrir los verdaderos sentimientos de Ramsés, aun cuando no podía confrontarlo en persona. Recordó que alguna vez, en un comentario casual, él le había mencionado el diario de vida que estaba escribiendo, y a ella se le ocurrió que dentro de aquellas hojas podría estar oculta la respuesta que solicitaba. Pero, ¿dónde guardaría Ramsés algo tan íntimo? Dentro del palacio no había lugar más seguro que su propia habitación, custodiada día y noche por los mejores soldados. De manera que caminó hasta allí sin pensarlo mucho, y sobornó a los guardias para que la dejaran pasar. Pero los nuevos custodios eran más recelosos que los antiguos, y a pesar de que ella inventó las mejores excusas para poder ingresar, no le permitieron hacerlo sola.

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