Capítulo 75

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Las semanas de luto parecían arrastrarse con lentitud, un día daba paso a otro igual, de manera que Ramsés comenzó a creer que siempre había estado afligido; que sus esposas, sus hijos y Henutmire habían muerto hacía años, y que con la muerte de todos el tiempo había dejado de fluir. En los largos silencios, cuando el calor de la estación se fundía con el desacostumbrado silencio del palacio, se sentaba en el balcón y clavaba la mirada en el cielo, queriendo recuperar en parte la persona que había sido y soñando con vagas cosas que no entendía para tratar de aminorar esa agonía de sentirse enigma, azar, criptografía.

El ocio le hizo repensar mucho en Moisés y Miriam. Se reprochaba el haber dejado trastocar su vida por una amistad y un amor que jamás tuvieron para con él una justa retribución, y no haber entendido lo que siempre había querido decir su padre al afirmar que egipcios y hebreos se hallaban separados por un abismo demasiado profundo. Ramsés tenía ahora la clara impresión de que ambos, Moisés y Miriam, no eran más que un par de fantoches, agitados por la mano invisible de Dios para conducir cosas terribles hasta un fin que no lo era menos.

A Moisés lo despreciaba porque no podía dejar de relacionarlo directamente con la destrucción de las plagas, y a Miriam... Lo que Miriam le hacía sentir era babélico. Sus culpas se habían aclarado; ella era inocente y los verdaderos traidores habían sido ejecutados. Sin embargo, Ramsés no entendía por qué aún no se sentía satisfecho ni aliviado. Por el contrario, parecía que su rencor por ella sobrevivía y se levantaba con la fuerza de los primeros años de la separación. ¿Por qué? Tal vez porque Miriam se arrodillaba ridículamente ante Dios, pensando que él era el dueño de las praderas y ella tan solo una espiga en su predio divino, y así, inconsciente y sencilla, no le importaba sacrificar en su altar el amor.

El sarcófago de Henutmire y los demás fueron llevados al muelle del palacio por los sacerdotes sem, quienes los depositarían en barcas sagradas para llevarlos hasta el valle de los muertos. Ramsés, Kemet, Meritamón y Amenhotep acompañaron el recorrido y despidieron a la princesa en la orilla del río, rodeados por plañideras que se rasgaban las ropas y se lamentaban con profundos gemidos. Observaron las barcas planas que partían con lentitud, impulsadas con pértigas por los sirvientes de los muertos, y cuando se las tragó la lejanía, todos volvieron al palacio para tratar de retomar sus vidas ahora que había finalizado el duelo.

Kemet invitó a Meritamón y Amenhotep a cabalgar un rato, así que los tres fueron a recorrer los campos sobre sus corceles. Ramsés le había dicho a Kemet que sus hermanos no sabían que Nefertari había sido destituida, sino que pensaban que el rey y ella habían tenido una discusión por la cual la reina se había marchado un tiempo a Menfis. Sin embargo, estaban al tanto de las ejecuciones, exceptuando la de Yunet, y creían que la misma Nefertari era quien había destapado públicamente la conspiración contra Miriam. Kemet no comprendía por qué Ramsés no les había dicho la verdad, pues en algún momento sus hermanos tendrían que enterarse de que su madre no regresaría a la capital y estarían todavía más decepcionados por ello. Pero de todas formas siguió la mentira como el faraón se lo había pedido.

Mi madre me dijo que ella y mi padre pelearon por el arresto de la tía Henutmire —comentó Meritamón, la voz un poco agitada por el trote del caballo—. El culpable de lo ocurrido fue Bakenmut, pero mi padre amonestó también a mi madre por haber tomado precipitadamente la decisión de encarcelar a la princesa.

Supongo que regresará ahora que terminó el luto por mi tía —adujo Amenhotep—. Mi padre no ha estado lejos de mi madre por tanto tiempo. La llamará muy pronto.

Unos metros más adelante comenzó a expandirse una hermosa floresta. Amenhotep sacó su arco y sus flechas y se atrasó en ella mientras cazaba animales. Meritamón y Kemet siguieron cabalgando solos.

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