24.- Desencadenamiento:

715 129 12
                                    


Rachel conocía un poco acerca de las reglas.

Sabía que no debía sacar material de las instalaciones. También le enseñaron que había un límite para la cantidad de uranio que debían mantener en el reactor.

Desde que comenzó a trabajar ahí, la hicieron memorizar las principales reglas de la central nuclear. A lo que ellos llamaban normas de seguridad. Ella consideraba que sabía muchas cosas sobre su área de trabajo. Y sentía que su labor ahí era importante, ya que la ciudadela funcionaba gracias a la energía que producían.

Los hospitales, las escuelas, las áreas verdes que utilizaban para regular los niveles de oxígeno, incluso el palacio que tanto le gustaba. A veces divagaba con la idea de visitarlo, sería algo que le encantaría hacer. Soñar con un día ahorrar lo suficiente en su trabajo en el reactor, como para viajar en el tren de clase alta. Con un suspiro volvió a la realidad. Jamás iba a lograr reunir los puntos suficientes para viajar, mucho menos para conocer el palacio.

Miró hacia atrás y vio las torres del reactor expulsar humo al exterior del domo. Ella conocía cada parte de esa infraestructura; el agua del lago, la mitad de este estaba en el interior y la otra en el exterior de la ciudadela, y utilizaban el líquido para el sistema de enfriamiento del reactor, las paredes de la construcción estaban recubiertas con plomo, para evitar el escape de la radiación a las zonas habitacionales. Y también estaba todo el uranio que estaban llevando, eran cantidades exageradas.

Tomó valor y decidió volver sobre sus pasos para enfrentar al supervisor de su área. Rachel sabía que debían cumplir con un código y él estaba rompiendo las reglas al permitir que llevaran más uranio del necesario. Ella tenía muchas preguntas, y era una mala costumbre, ya que debía mantener la cabeza gacha ante esas incertidumbres. También se dio cuenta, de que el supervisor, planeaba suspender por unas horas el sistema de temperaturas del reactor ¿Por qué?

Rachel decidió evitar las escaleras, y llegar hasta la oficina por el ascensor, a pesar de que estaba reservado para los altos mandos. Presionó el botón del tercer piso y pasó su tarjeta de identificación por el escáner, ya que ella no tenía un chip, nunca consiguió los puntos suficientes para comprarlo.

Miró su reflejo en el espejo que recubría las paredes del ascensor. Su cabello rubio estaba atado en una coleta, la piel de su cara tenía manchas blancas por la desnutrición, sus mejillas se hundían contra los huesos dándole un perfil esquelético, incluso sus ojos se veían hundidos y cansados. El uniforme gris le quedaba grande, estaba sucio y gastado.

Con una mueca de rechazo, dejó de mirar su reflejo. Ella no trabajaba para vivir, vivía para trabajar, y lo odiaba. Se estaba matando.

Llegó a su destino y avanzó por el pasillo blanco hasta donde comenzaban las paredes de cristal, desde donde los supervisores vigilaban a los trabajadores a través de los cristales y de las cámaras apostadas en cada esquina.

Si ellos se preocuparan tanto por los altos niveles de radiación, así como se preocupaban por la explotación de los empleados...

― ¿357?― preguntó alguien a su espalda.

Rachel giró. Ese era el número que estaba pintado en su espalda, sobre el uniforme. Dentro del reactor ella era solo un número, no una persona. Y ni siquiera era su digito original, el uniforme le perteneció a otro empleado que falleció a causa de una rara enfermedad que contrajo dentro de la central nuclear.

―Señor― respondió Rachel.

―No tienes autorización para estar aquí.

―Lo sé― dijo pasándose la lengua por los resecos labios―. Pero me gustaría hablar con el supervisor del área 32.

Mente Maestra la sagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora