México 1730

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Las puertas de la celda se abrieron. Aún mantenía la esperanza de ver a Diego ahí pero no fue así. Eso solo confirmaba más lo que pensaba. Ella no era nadie, ni para su familia ni para su esposo. Su único papel había sido el de actuar como una pieza intercambiable en ese absurdo contrato al cual ella llamó matrimonio.

-Una última oportunidad- le dijo uno de los guardias- Dinos cómo es que manejas esa magia y tal vez podamos liberarte.

Detestaba esas voces. Las había tenido encima de ella desde el momento en que la madre de Diego la había llevado ante el Santo Oficio. Los guardias y todos aquellos que la juzgaron hicieron su alma pedazos. Castigo tras castigo, cada vez una tortura peor, hasta que se rindió por completo.

-Jamás serían dignos de algo tan grande, son un desperdicio humano.

-Como tú quieras- soltó una bofetada en su mejilla- Arderás en el infierno de todas maneras, maldita bruja.

-Ya veremos quiénes son los que arderán- respondió Victoria dándole una sonrisa, una llena de promesas y venganza.

La arrastraron fuera de la celda. Las cadenas alrededor de sus muñecas y tobillos lastimaban su piel. Pero ya no era nada en comparación a todo lo que había pasado.

Todo estaba listo. La gente no dejaba de llegar a la plaza, listos para presenciar el acto santo. Ricos, clase media y hasta los más pobres se reunían.

Las puertas de la gran catedral se abrieron dejando que los hombres que difundian la palabra de Dios, salieran con todos aquellos símbolos divinos. Llevaban en alto la imagen de Dios. Todos los que podían se acercaban para besarla o al menos tocarla. Acariciaban la fina tela de los sacerdotes, dándoles bendiciones y rogándoles por su salvación.

Que ingenuos.

Y entonces, por fin apareció ante la multitud. Nadie jamás hubiera creído que semejante dama fuera a atravesar esa espantosa situación. Los insultos y maldiciones comenzaron a sonar, todos dirigidos contra aquella joven. Sus harapos estaban desgarrados, llenos de sangre y mugre. Aquel cabello que alguna vez había sido rojo y brillante, ya no existía, cortes mal hechos llenaban su cabeza.

La joven Victoria María Marenco de Bustamante no existía. Ese cuerpo esquelético no era ni el fantasma de esa hermosa mujer.

Sus manos y pies tenían largas cadenas y un verdugo la vigilaba muy de cerca.

Una mujer joven, hermosa y respetable. Eso había sido ella pero ahora, se encontraba en camino hacia su muerte. En camino a encontrarse con Dios y pedirle perdón por las ofensas que había cometido en su contra.

Don Diego Bustamante y Aguilar, hijo de una familia adinerada y prestigiosa, y dígase de una vez, el marido de la condenada, se encontraba en un palco junto con su madre y algunos de sus amigos más cercanos.

Sus ojos reflejaban tristeza aunque él no quisiera admitirlo. Tenía que ser fuerte, tenía que aparentar que no le dolía haber acusado a su propia esposa de brujería.

Solo tenía que aparentar unos minutos más.

El verdugo ató a la mujer al poste en donde después de que se leyera su acusación sería quemada, dejando a la ciudad libre de su maldad. O al menos eso se esperaba. Nadie tenía idea de que el alma de esa mujer no desaparecía, no importaba los esfuerzos que hicieran.

Una promesa sería suficiente. Un juramento que perduraria por muchos años.

El fuego comenzó a arder a los pies de Victoria. Le habían prometido que el dolor sería el único sacrificio para poder entrar al paraíso y estaba dispuesta a soportarlo. Una nueva vida, un nuevo nombre y un nuevo comienzo.

Una última mirada a su joven marido. Un último adiós al que creía era el amor de su vida. Al amor que la había traicionado.

El humo invadió la plaza y la gente solo podía tapar su nariz, evitando el contacto con las cenizas de la bruja.

No hubo gritos. No hubo súplicas. Solo uno hasta el final, un último suspiro.

¡Volveré, ya lo verán!


"El Elemento Perdido #4: Aire" ⚠️ Disponible Hasta El 31 De Diciembre⚠️Where stories live. Discover now