CAPÍTULO 41 - Por penúltima vez

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Cepeda
Ella podría marcharse a su piso y maldecirme abrigada por los brazos de Ana alrededor de su cuerpo. Pero ha caminado con las medias prácticamente inservibles hasta llegar a mi coche y sus palabras, bastante rudas y cortantes, me han indicado el destino, mi casa.

Cuando ha buscado entrelazar nuestros dedos en el cambio de marchas yo no he reaccionado y he evitado su contacto.

Cuando hemos llegados mojados por la tormenta que habita en la noche del trece de febrero, esta madrugada, sin ningún reparo se ha desnudado frente a mí. Recordándome qué me ha hecho perder la cordura hace apenas una hora y dar rienda suelta a la pasión que el uno derrocha al otro en un lugar público y posiblemente lleno de cámaras.

Un lugar al que no volveré pero en el que me podrán reclamar a la hora de poner una denuncia.

Se ofusca por mi actitud y lanza una toalla a mi cabeza para que me seque, asegurándome con ese gesto que lo que menos quiere es que me vaya con un buen resfriado a mi destino de campo de guerra.

– Aitana...– murmuro.

Me ignora por completo y su cuerpo apenas hunde el colchón, sólo levemente y en el extremo. La noche más fría de febrero por el momento. Que intento rozar con la yema de mis dedos su espalda y me rehuye.

– No.

– Estás helada, coge algo del armario.

Vuelve a negar con la cabeza. Su piel dice lo contrario y cuenta los segundos que pasan hasta que, con toda mi delicadeza y siempre respetando su espacio y su tiempo, estiro una manta sobre ella.

Sus continuos sollozos, los que han empezado pasando desaparecidos, erizan mi piel y obligan a mis párpados caer, que pesan más que nunca haciéndome sentir culpable.

Porque innegablemente, lo soy.

Habrán sido mis últimos vaivenes de cadera, bastante fuertes e incluso agresivos, y mis palabras posteriores, escasas y cortantes, las que provocan el frío de ambos e incluso de las sábanas blancas e impolutas.

La ráfaga de viento en mitad de la travesía de nuestro barco la que me hace replantearme el recular posiciones, olvidar canciones y reunir pertenencias de la habitación ajena.

Es ella, que encuentro con los ojos hinchados, la que al cabo de unos minutos gira su cuerpo y, aún tratando de esconderse, muy a mi pesar, y evitando mi mirada, susurra con un hilillo de voz.

– ¿Por qué y cuánto?

El dorso de mis manos, involuntariamente al principio y con miedo a que no me deje llegar, roza su pómulo húmedecido por las lágrimas. Cierra los ojos y un nuevo gimoteo, al hacer eco, me tortura.

– No llores, por favor.

Ambos en el precipicio, hasta romper nuestra voz.

Parpadea y tras darse por vencida y admitir que no puede frenar que sus lágrimas caigan, se gira volviéndome a dejar helado. Por un momento, la cercanía que hemos mantenido, los escasos centímetros que nos separaban, habían logrado la calidez del ambiente durante segundos.

Mis manos comienzan a temblar a la vez que su cuerpo cuando se posan delicadamente sobre él y de un impulso, que he preferido no pensar, mi barbilla se ha encajado en su cuello. Su suspiro resta años de mi vida.

Su respiración agitada pesando mil losas y, tras varios segundos, trata de sorber su nariz.

– Aiti...– sus manos temblorosas emborronan sus ojos provocando una gran mancha negra – Hablamos, ¿vale?

ACORDES SOBRE TU PIEL || AITEDAOnde histórias criam vida. Descubra agora