Capítulo 3

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Mikhail


He llegado al hotel. El cliente ya espera en la habitación. «Impaciente como siempre. Luego dura dos minutos», pienso con resignación, aunque agradecido por el poco trabajo que me da y lo bien que me lo paga.

Cruzo la puerta, cerrando tras de mí. Recorro el corto recibidor de la habitación; una suite de lujo que dejó de impresionarme hace mucho tiempo.

Cristóbal, el cliente, sale del baño. Cuando me ve, sonríe alegre.

Si bien no es un hombre que se cuide en exceso con ejercicio y dietas, se ve que es coqueto, ya que nunca lleva un pelo fuera de sitio, viste elegantemente con trajes caros y a medida y su higiene personal es impoluta; siempre me espera ya duchado y vestido con tan sólo el albornoz de baño.

Se acerca. No me ha dicho ni una palabra que ya está desnudándome.

—Llevo toda la semana esperando esto —susurra con voz fogosa e impaciente—. Me alegro de haber podido encontrar un hueco para verte.

—Así que me echabas de menos, ¿eh? —bromeo, fingiendo sentirme halagado.

He de ser un caballero, pero no soy idiota; todo el interés de ese hombre, o cualquiera que me llame, se centra siempre en lo mismo: acabar en la cama.

Cristóbal me sonríe con coquetería. Conmigo se siente deseado, aunque todo sea ficción. Ante mí, puede ser él sin miedo, sin sentir que lo vaya a juzgar por sus deseos y gustos.

No tarda en dejarme completamente desnudo. Recorre mi torso con las manos. A diferencia de él, yo, porque el oficio lo reclama, sí me cuido con dietas y ejercicios. Sé que lo disfruta, porque siempre me acaricia, recreándose con paciencia, sintiendo el vaivén del pecho al respirar o el latido de un corazón tranquilo que, con el tiempo, irá acelerándose por el esfuerzo físico.

—Me encantas —susurra, contemplando de pies a cabeza al hombre de sus sueños más húmedos.

—Claro, por eso me llamas —bromeo coqueto, aprovechando el momento para desnudarlo con calma, haciéndole estremecer al sentir como la tela del albornoz va cayendo, deslizándose por su piel.

Aún no le he rozado y ya está tremendamente excitado. No está mal dotado, pero no importa, porque él no quiere poseerme, quiere que sea yo el que le dé placer.

—Vamos a la cama —pide impaciente, tumbándose bocabajo sobre el lecho.

Él ordena y yo obedezco. Sin necesidad de alargar lo que sé que será un trabajo rápido, paso a lubricar la zona anal y juego en su interior con los dedos, preparándolo para lo que viene a continuación. Tras ponerme el preservativo, me coloco sobre Cristóbal, que permanece sumiso, bocabajo, deseoso de que otro hombre le dé lo que en verdad desea. Le rozo entre los glúteos con el pene y me muevo varias veces, indicándole que estoy a punto de empezar. Despacio, lo penetro, arrancándole un gruñido.

Cristóbal aprieta los dedos contra las sábanas al sentir que entro y salgo de él a un ritmo suave y constante. Soy cuidadoso al principio, pero luego, con el pasar de las sutiles embestidas, no puede resistir el pedir mucho más; quiere rapidez, brusquedad, algunos azotes y, sobre todo, culminar.

Me arrodillo y tiro de él, que queda agazapado con el trasero elevado. Empiezo a tomarlo con esa dureza placentera que reclama mientras se masturba, deseando sentir el clímax.

En menos de media hora, Cristóbal ya deja escapar un alarido de puro éxtasis.

—¿Quieres que siga? —le pregunto siempre, aunque ya conozco la respuesta.

La tentación de AdánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora