Capítulo 4

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Adán


Los días pasan, y no tengo esa sensación; parece que vivo en el día de la marmota. Lo peor es que Fran tenía razón, que ese paréntesis, que tomé con Mikhail, hace ya dos semanas, me gustó y me sentó mejor de lo que estaba dispuesto a reconocer.

Tras aquello, no sé el porqué, no dejo de pensar en ello; debería salir más, pero se me hace tan difícil relacionarme...

El gran dilema me viene al mirar el teléfono y ver el calendario. Se acerca un día que significaba mucho, pero, ahora mismo, sin la persona que le daba sentido a ese aniversario, no veo más que una fecha que me recuerda que fui feliz y ya no lo soy tanto.

Siempre me repito que el trabajo me hará olvidar, por eso le dedico tantas horas que ni sé lo que es vivir fuera del estudio. Aunque luego he de volver a casa; siempre he de regresar y encontrarla vacía.

—Adán, ¿me escuchas? —Oigo a mi lado.

Miro a mi derecha y veo los ojos color café de Fran, contemplándome con paciencia. Me había ido a mis mundos. ¿De verdad se me ha podido ir tanto la cabeza? Hemos quedado para comer a mediodía, y así pasar un rato juntos, pero resulta que no le estoy haciendo puto caso.

—Perdona, ¿qué decías? —pregunto algo absorto aún.

—Te preguntaba algo, pero...

—Lo siento, he dormido fatal y estoy en el limbo. Dime. Te escucho.

—Amelia quiere quedar este domingo —me dice, dejando libre esa sonrisa que sólo le aflora al pensar en su nuevo amor—. ¿Dónde crees que debería llevarla? No sé si es pronto para ir a cenar en plan cita seria. No quiero que piense que voy a pedirle la mano o algo y se acojone. Ya nos hemos visto todas las películas en cartelera, así que el cine queda descartado.

—Llévala a la feria —digo sin interés; no es que no me alegre por él, pero ahora estoy decaído.

—¡Joder! ¡Claro! —exclama animado—. No me acordaba de que la montan este viernes. Eres un hacha, tío.

—Ya... —suspiro.

—Si quieres, puedes apunta...

—Ni se te ocurra plantearlo —interrumpo con molestia; lo último que me apetece es ser el alma en pena de la fiesta y joderle la cita romántica.

—A Amelia no le molestaría.

—No.

—Pero...

Lo fulmino con la mirada y se calla.

—¿Crees de verdad que Amelia va a querer estar con el sujetavelas de turno alrededor?

—Pero ir a la feria te sentaría bien y...

—Si lo repites te...

—Vale, vale. Lo dejo —suspira rendido.

—Disfruta mucho, y haz que ella se lo pase mucho mejor —le digo con una sonrisa que intenta esconder mis malos ánimos.

—Eso haré —indica divertido, seguro que imaginando la cita.

Pasada la hora de comer, ambos nos separamos para volver a nuestros trabajos. Él feliz, yo... Bueno, yo, por lo menos, no estoy tan mal como antes.

Por suerte, amo lo que hago, y el equipo está bien avenido, así que la tarde se me ha pasado que ni me he enterado.

Ahora toca volver a casa...

Llego. Subo al dormitorio sin ganas de cenar. Dejo la ropa tirada en el sillón de la esquina. Me dejo caer sobre la cama; antes no me parecía tan grande, ahora es enorme, vacía y fría. Ni siquiera huele ya a él; lo odio.

—Otro día... —suspiro. Miro a la mesilla auxiliar y contemplo con pena la foto donde veo la razón de mi antigua felicidad y de mi pena presente—. ¿Qué debería hacer este domingo? —le pregunto a una imagen silenciosa—. Me dirías que saliera, que me divirtiera y que conociera a gente —prosigo, creyendo hasta oírle reprendiéndome por no poner más de mi parte para avanzar—. Pero es que no me apetece nada, y no voy a llamar a José ni a Yago; obvio que Fran queda descartado. Ellos no deben cargar conmigo y con mis penas. Te pediría que me mandaras una señal, pero...

El sonido insistente de mi teléfono móvil me saca de mi monólogo. Son mensajes de Lola, mi jefa.

 Son mensajes de Lola, mi jefa

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—¿Y dónde coño está la americana? —gruño disgustado y cansado

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—¿Y dónde coño está la americana? —gruño disgustado y cansado.

Lola es muy exigente, hasta cabrona cuando se pone, pero es cierto que, por lo menos, me está dando una oportunidad muy buena.

Me levanto de la cama y voy al armario; no está. Me toca bajar al salón. La veo en el perchero de la entrada. La cojo y reviso; no se ve mal, no está arrugada. Entonces caigo: «Es la que me puse cuando conocí a Mikhail». Rebusco en el bolsillo y encuentro el papel que me metió Fran con el teléfono del «acompañante».

—Esto no era necesario —suspiro, sin lograr entender qué esperaba al darme esto.

Voy a arrugar la nota, la miro y me detengo.

—¿No será...? —Llevo mi vista a las fotos de la pared; parece que él me mira—. ¿Es broma? Lo es, ¿verdad? No es una señal. O... ¿Lo es?

Niego con la cabeza y dejo el papel sobre el pequeño mueble del recibidor. Vuelvo a la habitación y me tumbo tras dejar la americana colgada de una percha. Me quedo dormido tras dar varias vueltas a una absurda idea que no debería ni plantearme, pero el domingo está cerca y yo desesperado.

La tentación de AdánWhere stories live. Discover now