Capítulo 11: Las mentiras tienen las patas muy cortas

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- Hola chicas, pasad – dijo Carlos con una sonrisa, dirigiéndolas al salón, donde ya estaba la mesa preparada para la comida. – Poneos cómodas, yo voy a la cocina antes de que se me queme lo que tengo en el horno.

La casa no estaba aún muy decorada, se notaba que acababan de llegar y todavía no habían tenido tiempo de ocuparse de esos asuntos, pero se veía que tenía potencial. Por lo poco que habían podido observar parecía bastante amplia, suficiente para tres personas o incluso más. Lo que más llamaba la atención era el ventanal enorme del salón, con una puerta corredera que daba paso a un pequeño jardín.

- Me gustaría tener una casa así – dijo Luisita con la mirada fija en el jardín.

Luisita siempre había vivido en pisos. Al primero le guardaba un especial cariño, porque pasó allí la mayor parte de su infancia y lo había compartido con todos sus hermanos. Luego se mudaron al que tenían ahora sus padres, en plena Plaza de los frutos, en el que había creado recuerdos maravillosos. También estaban los que había compartido con Amelia, donde había sido muy feliz, aunque con tal de estar con Amelia le hubiera dado igual un piso o una plaza de garaje si hubiera sido menester. Aun así, desde pequeña le gustaba mucho la naturaleza, y aquella temporada en la comuna hippie la conectó aún más con ella, así que una de las cosas que se planteaba cuando pensaba en un futuro ideal era una casa con jardín. Un jardín donde poder cultivar sus cosas, disfrutar de ver a sus hijos corretear, jugando con ella y con Amelia... felices.

- ¿Con jardín?

- Sí, nunca he tenido y me hace ilusión. ¿A ti qué te parece?

- Que tus deseos son órdenes para mí – sonrió.

Su conversación se vio interrumpida por Andrea, que entraba con David al salón. Al verlas, al niño se le iluminó la cara y empezó a hacer gestos reclamando irse con ellas.

- Pero bueno, qué niño más guapo y simpático – Luisita alzó los brazos y agarró al niño para sentarle sobre su regazo.

- ¿Nos has echado de menos? – le dijo Amelia.

- Fijaos que se acaba de despertar, y lo suele hacer con un humor de perros, pero ha sido veros y ponerse contentísimo.

- Hala, ¿a estas horas te despiertas? – le preguntó Luisita.

- Su padre – aclaró Andrea – que mientras yo no estoy se lo consiente todo. Y hablando de su padre, voy a ver cómo le va en la cocina, pórtate bien, eh. – le advirtió a su hijo.

- No te preocupes, si es un sol – dijo Luisita, dándole un beso - ¿verdad que sí?

- No le debe quedar mucho para empezar a hablar, ¿no?

- Supongo que no, aunque cada niño lleva su ritmo. Ciriaco en seguida ya nos daba conversación – recordó entre risas – eso sí, no se le entendía nada.

- ¿Y tú?

- ¿Yo? Si ahora no hay quien me calle imagínate cuando era pequeña.

- Paso, que esto está ardiendo. – interrumpió Carlos, poniendo rápidamente la bandeja de lasaña en medio de la mesa – A ver cómo me ha salido.

- ¿Cocinas? – preguntó Luisita.

- Hago lo que puedo, cuando Andrea tiene turno por la mañana me encargo yo de la comida.

- Qué envidia – soltó en voz alta, sin pensar.

- ¿Y eso? ¿Quieres aprender a cocinar o a alguien que te cocine? – preguntó Andrea insinuante.

En ese momento su mirada se cruzó con la de Amelia, que intentaba advertirle que se pensara bien lo que iba a contestar. Ya no sólo por si acababa destapando su relación, sino porque Luisita no dejaba escapar una oportunidad para bromear sobre sus habilidades en la cocina. Lo hacía con cariño, como todos los piques que tenían que nunca se tomaban en serio, pero quizás no era el mejor momento para andarse con bromas internas. Una sonrisa se formó en la cara de Luisita, y Amelia supo que una vez más su mujer iba a hacer lo que le diera la gana. 

ENTRE MADRID Y MANCHESTERWhere stories live. Discover now