4.

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Capitulo cuatro.


Ellen


Muchas cosas pasaban por mi mente, miles de sensaciones recorrían mi cuerpo y mis manos estaban anhelantes de tocarlo.


Dante.


Mi Dante.


El hombre quien se supone que es mi felicidad absoluta, mi otra mitad quien me hará completamente feliz y con quien estoy unida en este mundo y en todos los que vendrán.


Repaso su imagen y me alimento de ella tal y como él lo hace conmigo. Había conocido a Dante apenas había cumplido mis dieciséis años y como toda adolescente había caído a la primera palabra bonita que un hombre me había dicho. En aquel entonces Dante solo me llevaba cinco años, en sus veintiún años se veía espectacular, un joven lo suficiente mayor, que tenía las responsabilidades y actitudes de un adulto. Alguien que me veía como algo serio y me lo ofrecía todo, una vida repleta a su lado.


Sin embargo, esos solo eran recuerdos, el pasado que alguna vez viví. Ahora, ahora no había rastro de aquel joven con mirada brillosa y sonrisa relajada, sino todo lo contrario. Dante había pasado de tener un cuerpo firme y tonificado, a ser alguien mucho más musculoso y alto. Los rasgos de su rostro se habían endurecido mostrando a un hombre. Sus ojos verdes ya no me regresaban la mirada con un brillo especial como antes, solo había eso, una mirada sin nada. La leve sombra que cubría un poco de su barbilla solo le daban un toque más varonil. Y la fina línea que hacían sus labios, me entristecían.


Nunca había pensado en volver a ver a Dante, cuando lo deje, había abandonado todo lo que habíamos significado y normalmente, los jefes, como lo era el, no solían dejar su territorio, así que había miles de posibilidades de cruzarme a cualquiera salvo el. Sin embargo, viéndonos ahora con un par de años y vivencias demás, era un tanto triste vernos en estas circunstancias.


Un silencio cae entre nosotros cuando nuestra inspección ha sido satisfecha y solo nos miramos. Aunque no quiera hacerlo, no tenía todo mi tiempo solo para quedar viendo al hombre que hacía saltar y estremecer cada fibra de mí.


—¿Dónde están, los niños? —Evito decir "mis hijos" al momento en que su mirada ya no es inexpresiva cuando hablo.


—Tus niños— no me pierdo el tono que usa al decir esas palabras—. Están perfectamente bien.


Me molesta que no diga nada más y solo se quede ahí en silencio viéndome. ¿Este era el momento donde se suponía debía pedir perdón? ¿Tenía que disculparme por haber hecho todo lo que hice? Muchas cosas me decían que sí, pero hacerlo significaba que todo lo que hice fue en vano.


—¿Es todo lo que dirás, Ellen? — No me pierdo el hecho de cómo se aproxima irrumpido por la encimera que nos separa, mientras rompe nuestro silencio.


—¿Qué quieres que diga? —Mis ojos captan como sus manos se cierran sobre los bordes de la piedra.

My Wolf BabiesWhere stories live. Discover now