Capítulo XXXVIII - Sophie

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El agente la acompañó hasta el otro lado del portón. Desde sus puestos, a la altura del muro, los centinelas tenían a Sophie en la mira en todo momento.

—Recuerda que no tienes pulsera. Si alguien te detiene no tendrás excusas —dijo el agente y le extendió el brazo.

—Sí, lo sé. Gracias por la ayuda, Miguel —respondió Sophie mientras se estrechaban las manos—. Y gracias por esto... —Movió el hombro hacia adelante para mostrar la mochila cargada de provisiones y de la que colgaba una frazada enroscada.

En cuanto se alejó unos metros del portón, Sophie percibió como se internaba en el caluroso y derruido escenario de Europa Exterior.

—¡Recuerda! ¡No vayas por el camino principal! —le advirtió el agente.

Sophie alzó su brazo en señal de despedida. A medida que se alejaba, se adentró en el sendero que la conduciría hacia el sur. Cruzaría un solitario pueblo de campesinos y luego tendría que desviarse hacia el oeste para evitar un puesto militar, y así continuar varios kilómetros hasta llegar a su modesta morada.

Se mantuvo por el sendero varias horas sin perder de vista el camino principal. De vez en cuando sacaba su mochila y revisaba un mapa "antiguo". Así lo había llamado Miguel cuando se lo entregó. ¡Pero claro! Nadie dentro de SIFA se imaginaba que al otro lado del muro todavía se utilizaba este arcaico artilugio.

Sophie había viajado todo el día, ya estaba oscureciendo y todavía no había indicios del pueblo. Creyó en la posibilidad de haber calculado mal las distancias. Jamás había precisado el uso de algún mapa, pero su padre le había enseñado a leerlos. Debía encontrar refugio para cuando el cielo estuviera negro. Además, sus pies le suplicaban un descanso. Finalmente, el cielo se inundó de estrellas y fue el momento de parar. Lo mejor que encontró fue un pequeño y frondoso árbol que la cubriría del viento. Armó un techo improvisado con un plástico que estaba por allí. Al extender la frazada sobre el piso le llegó el cálido recuerdo del agente González. Miró al horizonte donde los astros se ocultaban por la negrura de la tierra y volvió a agradecerle por la ayuda.

La joven se recostó y permaneció con la mirada ausente observando las ramas arqueadas del árbol. Apoyó la cabeza sobre las palmas de sus manos y, al deslizarlas por su cabello, lo sintió más sucio, duro y opaco de cómo acostumbraba llevarlo. Eso era algo que la estresaba, aunque en estos momentos tenía cosas más importantes en qué ocuparse. Sus delicadas ondas iban desapareciendo tan rápido como la breve y fugaz esperanza de despertar nuevamente junto a Edward, ese momento en que todas sus preocupaciones habían desaparecido por completo.

Y luego soñó. No con Edward, ni SIFA, ni con su padre, sino con momentos alegres de su niñez. Esos recuerdos olvidados que la hacían feliz. Tan feliz que mientras dormía se le dibujó una pequeña y disimulada sonrisa en el rostro.

El segundo día tuvo que caminar algo más de veinte kilómetros para encontrarse con el pueblo: alrededor de doce casas y un inmenso y desgastado granero rodeado de la nada misma. Las personas del lugar se dedicaban a cuidar animales y a cultivar algunos metros cuadrados de tierras no muy fértiles. Parecían buena gente. Una señora rechoncha con aire de líder organizaba el lugar y al verla llegar se mostró de lo más cordial. Luego fue con las otras familias que vivían allí presentado a la joven con entusiasmo. Al parecer no abundaban las vistas y la trataron como una integrante más del humilde pueblo. Al atardecer la invitaron a quedarse cenar y a dormir. La variedad de alimentos realmente era escasa, pero para Sophie estaba delicioso. Además, tuvieron la atención de guardarle una papa cocida para cuando continuara su viaje al día siguiente.

Pasó la noche con ellos y le ofrecieron un lugar en el granero para descansar. Parecía que no habían tenido una buena cosecha ya que no guardaban nada ahí dentro. Estaba tan vacío que se podía escuchar el eco de los murciélagos colgando del techo. Las mujeres más jóvenes fueron a visitarla durante la noche. Le llevaron un licor casero y la llenaron de preguntas. ¿Por qué no traes pulsera? ¿Cómo tienes ese pelo tan hermoso? ¿A dónde te diriges? Hablaron un poco de los hermanos de la familia Cohen que vivían al lado. Pasaron un buen rato discutiendo cuál de ellos era el más guapo hasta que una de ellas confesó que le gustaba el mayor. Sophie se alegró por la compañía de gente tan simpática y, sobre todo, tan amable, pero estaba cansada, por lo que con un amplio bostezo dio a entender a las jóvenes que necesitaba dormir. Debía despertarse temprano para continuar viaje.

A la mañana siguiente los hermanos Cohen se ofrecieron para acercarla en su antigua camioneta hasta el otro pueblo. Eran casi seis horas de viaje. Eso le significó Sophie evitar dos días de una interminable caminata bajo el refulgente sol y sus lastimados pies se lo agradecieron.

Viajaron varias horas sin parar. Solo se detuvieron para agregar combustible de un amarillento bidón que llevaban en el cajón de la camioneta y aprovecharon para orinar a un lado del camino. Sophie no tuvo problemas de hacer sus necesidades a la vista de los hermanos. Tampoco había muchas opciones. Los árboles con el tamaño suficiente para ofrecerle privacidad eran un burdo ideal en ese paisaje estéril.

Cuando llegaron al pueblo, Sophie quedó decepcionada. Había imaginado que encontraría un autotransporte o al menos una estación de buses. Pero el lugar donde habían arribado no era mucho más grande que el pueblo de los hermanos Cohen. Llegó a contar una veintena de casas. De todas maneras, Sophie agradecida, se despidió de los hermanos con un cálido abrazo. Estos le obsequiaron un trozo de carne seca y un pan recién horneado por dos jovencitas del lugar. Se trataba de un par de vecinas que llevaban el mismo peinado sobre sus cabellos gris plata y, además, se veían convenientemente felices por la llegada de los hermanos Cohen. Y aún más contentas cuando Sophie se despidió y emprendió su viaje. Una desconocida tan llamativa podría ser un riesgo y una competencia dispareja para ganarse la atención de los hermanos.

Por la noche comenzó a extrañar la compañía de las jovencitas con sus charlas triviales al verse obligada a dormir dentro de un vehículo abandonado que apestaba a orín.

Durante el cuarto día de caminata no logró avanzar mucho. La lluvia ácida se lo había puesto difícil y tuvo que ir de un refugio a otro esperando que escampara.

Al otro día, por suerte, despertó y vio el firmamento tan azul que parecía un mar estático. Armó la mochila y se largó del vehículo mal oliente. Al cabo de unas horas de caminata encontró, a lo lejos, algo de civilización. Eso significaba que por algún lado estarían las vías del autotransporte. No necesitó esforzarse demasiado para avistarlas en un paisaje tan vacío. Las siguió hasta encontrar una estación. Por suerte no tuvo que esperar más de cinco minutos para encontrarse montada sobre rieles. El autotransporte no iba muy rápido, pero Sophie se alegró de no tener que seguir a pie. Y la mejor parte era que llegaría a unos pocos kilómetros de su hogar. Apoyó la cabeza contra la ventanilla y dejó la mirada perdida en el horizonte.

Sin darse cuenta se encontró acariciando la piel emblanquecida de su muñeca en donde solía estar su pulsera. Una sensación de libertad le recorrió el cuerpo, y sonrió. Sophie estaba feliz. La idea de volver a estar con su padre reemplazaba cualquier oportunidad de una vida llena de lujos. ¿Cuánto tiempo habría pasado para él? Intentó sacar las cuentas, pero siempre era un lío con tantas distancias y tiempos. Demasiadas variables hacían imposible precisar con exactitud. Pero recordando otras de las tantas cosas que le había enseñado su padre, utilizó un rápido cálculo con los husos horarios para saber que no habrían pasado más de dos meses.

Poco a poco sus ojos se fueron cerrando hasta quedar plácidamente dormida. Y luego soñó...

DOS MUNDOS - Black Hole IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora