3. Evan

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Caminamos con paso solemne por los pasillos, mi amigo saluda a todo aquel que nos cruzamos con tono cantarín y sociable, yo mientras tanto me centro en seguir mis pasos, un pie delante del otro, un ritmo inquebrantable que busco no romper para evitar un tropiezo tonto, cabizbajo, sin decir nada, como siempre. 

Nunca nadie ha entendido la naturaleza de la amistad que Evan y yo compartimos, a ojos de todos somos el día y la noche, el sol y la misma luna, pero todo remonta a nuestra tierna infancia, cuando sólo éramos niños que se perdían correteando por el parque y jugaban a la pelota en aquel suelo de grava y arena que se aseguraba de rascar nuestras rodillas y crear marcas en estas que durarían toda una vida, en aquel entonces todo era más sencillo, mi entrañable vecina se encargaba de llevarme al parque todos los días, como un reloj, exactamente a las 17:00 de la tarde para luego irnos a las 19:30, a veces incluso a las 19:40 si conseguía convencerla de quedarnos un rato más, pero después de eso ella era implacable, había que irse a casa, a cenar y dormir, eran sus normas y ningún infante se habría atrevido a cuestionarla al ver sus ojos grisáceos, serios y firmes. 

Ya desde bien pequeño era un niño callado y sencillo, no jugaba con los demás, tenía una rutina fija, llegaba, corría al columpio y me subía en este para balancear mi diminuto cuerpo de lado a lado sintiendo el aire colarse por entre los mechones de mi pelo y golpear mi nariz haciéndola enrojecerse; aquel día no había sido distinto, recorrí mi camino en dirección a mi preciado asiento cuando allí encontré a otro niño haciendo lo que exactamente quería hacer yo, fue confuso para mi, nadie parecía saber que este parque existía, por lo general estaba yo sólo en él, pero ahora, en mi sitio, estaba otro niño de cabello rizado y amplia sonrisa, parecía divertirse el sólo en aquel sitio, en mi lugar, eso me molestó.

- Estás en mi sitio. - Recriminé con voz firme y seria, cruzando los brazos y frunciendo mi minúsculo ceño de la misma manera que mi cuidadora siempre hacía cuando intentaba escaquearme de comerme las verduras que ella tan minuciosamente me había preparado para cenar.

- Podemos compartirlo. - Contestó este de manera jovial, no parecía afectado por mi tono, tampoco por mis gestos, no le importaba nada, estaba en su nube.

- No quiero compartir, quiero subirme. - Rebatí molesto nuevamente, ese niño era irritante, pero pese a todo se encogió de hombros y me obedeció, bajando y cediéndome el puesto.

- ¿Quieres que juguemos juntos? - Sus ojos turquesas me examinaban de arriba abajo, brillaban como luceros tintineantes y su sonrisa parecía cada vez ser más grande.

- No. - Y fue entonces cuando este frunció su ceño, no parecía entender mi agrado por la soledad, ignorando su figura en aquel lugar me subí a mi preciado columpio y comencé a balancearme como cualquier otro día.

En aquella tarde el huraño infante no volvió a molestarme, pero se hizo una constante en las siguientes tardes, ahora, cada vez que llegaba, el estaba allí, con sus rizos y su sonrisa, correteando por el lugar como si le perteneciera. Acabé haciéndome a su presencia, puesto que parecía pasar de mi tanto como yo de él, eso fue hasta que más niños empezaron a aparecer en la zona, la creación de una nueva urbanización atrajo nuevas familias, y con ello, nuevos niños, que llenaron el parque de gritos y quejas, lamentos y lloros, colas interminables para usar los columpios y riñas por a quién le tocaba primero. 

Con tanto barullo olvidé la figura del primer niño que rompió mi paz al ser ahora tantos los que lo hacían, mi rutina había sido forzada a cambiarse convirtiéndose en una mucho más tediosa, ahora al llegar tenía que aguardar a que una interminable cola de niños (lo cierto es que serían dos o tres, pero en la mente de un niño eso era inimaginable) para subirme en el columpio, luego estar en el por un máximo de quince minutos y luego ceder mi puesto al siguiente niño quejicoso, después volver a la cola, así por horas hasta que mi cuidadora daba la voz de aviso que indicaba que debíamos irnos. 

- ¡Logan! - Ese grito firme me hacía saber que debía salir corriendo junto a ella, darle la mano y caminar hasta nuestra casa, era un tono ascendente, comenzaba con un "Lo" largo y seco y luego subía en cantarín "gan" formulando mi nombre como un extraño trino.

Pero como tardes anteriores, esa, al seguir mi rutina, alguien la detuvo, cuando fui a situarme en mi sitio para esperar pacientemente a subir a mi columpio un niño de figura robusta se coló frente a mi.

- ¡Te has colado! - Chillé molesto, este se giró, media al menos una cabeza más que yo, era rollizo, con mejillas coloradas y la frente sudada, pelo pegado a esta y boca manchada de chocolate, apretaba los puños.

- ¿Y qué? - Su voz sonaba un tono más grave que el típico niño de seis años, este debía de ser mayor que yo, tal vez ocho o nueve, era difícil de adivinar.

- Me toca a mi después, no a ti, ponte a la cola. - Reclamé, eso pareció no gustarle en absoluto puesto que procedió a empujarme tirándome al suelo.

- ¿Qué harás si no lo hago, eh? - Reclamó caminando amenazante en mi dirección, de pronto el columpio era la menor de mis preocupaciones, hasta el tobogán parecía interesante en aquellos momentos, cualquier cosa menos estar allí con aquel brutallón.

- Y-Yo... - no llegué a mediar palabra cuando una gran bola de barro golpeó la oronda mejilla de aquel niño, le dio de lleno, pringándole de arriba abajo. Al verlo, se me fue el color del cuerpo, y este enrojeció de la rabia.

- ¡¿Quién ha sido?! - Se giró con furia para encontrarse con... el niño del primer día, estaba firme, piernas rectas y las manos llenas de barro, preparado para su segundo ataque, mirada centrada y ojos relucientes.

- Deja en paz a mi amigo. - Recalcó con severidad.

- ¡Te voy a hacer pedazos! - Gritó furioso el otro pero enseguida recibió otro tiró en la barriga, luego en la pierna.

- No me das miedo, deja en paz a mi amigo, no lo voy a repetir una vez más. 

El fortachón pareció perder fuerzas al ver como el otro no estaba dispuesto a rendirse, se fue corriendo con las manos en la cara tapando sus lágrimas, el barro cayéndole por el cuerpo, dando tumbos torpes de lado a lado del parque mientras buscaba a su madre, niñera, o lo que fuera.

- ¿Estás bien? - El niño se me acercó, frotaba sus manos para quitar los restos de barro de estas y me sonreía nuevamente.

- Si... - susurré, - gracias. - añadí.

- Para eso están los amigos.

Aún a día de hoy no comprendo que nos hizo conectar en aquel instante, pero no volvimos a separarnos más, después de ese día lo hacíamos todos juntos.


























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