Capítulo 6: Los secretos de la bruja (Parte I)

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En voz de Siri

1 de Abril de 1940: El abismo del Olvido.

"No se puede apreciar la luz de la estrellas, sino se ha morado en la penumbra del abismo".


Estaba de pie a la mitad de la nada, un infinito de oscuridad se extendía a mí alrededor, pero no tenía miedo, éste era mi hogar: una perenne soledad. Me abracé a la noche que se me ofrecía, aceptando, como mi única compañía los recuerdos, y las emociones, que de ellos afloraban.

Una punzada en el pecho era mi tortura constante. Un dolor que nunca se desvanecería. Un recordatorio eterno de mis errores, y una tristeza que me acompaña desde que me volví un yeudel errante, o como los humanos me llamaban: la Bruja del Olvido. Y aunque el nombre me desagradaba, rendía tributo a lo que era: una devoradora de recuerdos. Desde mi llegada a Neufar, la alegría evocaba una nostalgia martirizante: el encuentro con Gael había producido un choque en mis pensamientos y emociones, por lo que me era más difícil procesar el dolor. Y ese día, no fue diferente.

Mi pecho ardía, como si se quemará en carne viva, un infierno se abría a paso a través de mis entrañas, mi mente me invitaba a entregarme a la vesania, pero había algo que me mantenía cuerda, una fuerza que provenía tanto de mi voluntad, como del antiguo mandato de mi creadora. Sujeté mi pecho, como si eso pudiera detener el brío que me consumía. A pesar de los siglos, mi dolencia no había mitigado, lo único que solía ayudar, eran las memorias de los humanos, sentir sus recuerdos y emociones me distraía lo suficiente para ignorar la pena.

Extendí mi mano en un movimiento rítmico que fue imitado por las mariposas, me rodearon, acobijando a la única mujer capaz de otorgarles un hogar. Perdida entre las tonalidades púrpura, el pasado, vertido en los insectos, comenzó a brotar, permitiendo que saboreara emociones más gratas. Cada ser contenía la historia de alguien, vivencias y emociones que había devorado a petición de un extraño, y aunque tenía prohibido revivirlas, en ocasiones, me gustaba romper esa regla.

Aspiré todo el aire que mis pulmones pudieron, preparándome para el ritual. Mi mente se paseó por cada mariposa, y en segundos observé cientos de recuerdos, pero nada me calmaba, entonces, hubo uno que llamó mi atención. Extendí mi mano hacia ella, quien obediente, aleteó con lentitud hasta mí, y pude vislumbrar lo que contenía.

Un recuerdo muy antiguo, acontecido milenios atrás, en un tiempo donde conocí la felicidad. En cuanto contemplé aquellos ojos color miel, el cabello rubio que caía hasta los hombros y los tatuajes que bordeaban su piel, sentí que toda la pena que me embargaba desaparecía. Una sonrisa agría se apoderó de mi rostro, me sumí en los ojos de aquél hombre, en sus marcadas facciones y quise escuchar su voz. Era él. Quizás yo no podía atisbar las emociones de los humanos con la misma intensidad, sin embargo, aún perduraba en mí esa sensación de plenitud y éxtasis al verlo, eso que los seres humanos llamaba amor, que un día yo también sentí.

—Acércate —musité, pero antes de que pudiese ver más, el recuerdo se volvió oscuridad. Cientos de voces resonaron, diciendo palabras que me resultaron incomprensibles —¡Basta! —grité y las mariposas a mi alrededor volaron en todas direcciones, salvó una, me observaba distante, acompañada de una sensación de ira.

—Li...bé...ra... yo... li...be... —dijo una voz ronca y grotesca que provenía del insecto.

La mariposa comenzó a transformarse, su cuerpo se amplió hasta alcanzar dimensiones que me rebasaban en tamaño, deformándolo, la belleza se había perdido dando paso a un ser amorfo y asqueroso. Era un Uyintadane.

—Li...be...ra... —repitió la letanía. Mi corazón se aceleró, ante el intenso dolor, como un veneno caló en mis sentidos y se extendió por todo mi cuerpo, la ponzoña corroía mi cuerpo y mi conciencia.

—Es imposible —respondí y tendí mi mano —. Regresa a mí, ven... —susurré con gentileza, como una madre hablándole a un hijo. Eso eran para mí, pequeños perdidos, a quienes debía proteger...

—¡Nooo! —bramó. Un sonido lastimero y fúrico escapó de sus fauces, ensordeciéndome. El alarido ronco y tosco, pero letal, si un mortal le hubiese escuchado, probablemente habría perdido toda audición.

—No hay nadie esperándote, nadie desea que vuelvas a su lado —expliqué, pero no me escuchó, continúo gritando —. Lo siento... —dije y ofrecí cobijo entre mis brazos—. Sé que es doloroso saber, que tu dueño haya renunciado a ti, pero no estás solo, me tienes a mí —agregué y sin esperar a que respondiese comencé el cantico, un ritual que drenaba su fuerza y apaciguaba su ira:

»Libera al corazón del dolor, abraza a la doncella de la noche. No hay remedio para el error, más te ofrezco mi compañía en la oscuridad, en esta eterna soledad. Ven a mí pequeño perdido, ven a mí hijo del olvido, que en la perpetuidad juntos hemos de andar.

Mi voz comenzó a resonar en el abismo, opacando los gritos de la bestia. Las mariposas comenzaron a rodearnos, respondiendo a mi llamado, para acoger a su hermano. Pequeños destellos de luz emanaron del suelo, hasta tomar la forma de cadenas que ataron al Uyintadane, emitió un grito, pero ya no lo escuché. Las cadenas lo aprisionaron obligándolo a disminuir su tamaño, hasta que volvió a ser una pequeña mariposa, que embelesada por mi voz, regresó a flotar alrededor mío. Suspiré aliviada. De nuevo, sólo hubo un profundo silencio como compañía.

Esa era la razón por la que tenía prohibido asomarme al pasado ajeno. Las memorias no sólo eran experiencias o emociones, eran fragmentos del alma de quienes las habían vivido. Y al igual que una flor, al arrancarse de su raíz se marchitaban, se pudrían y así nacían los Uyintadane, seres desesperados que imploraban con locura volver a su hogar: A su dueño. Eran como huérfanos trastornados, que nunca morirían ni desaparecerían, porque muchos de esos recuerdos ya no pertenecían a nadie. Sus dueños habían fenecido, y yo tenía que contenerlos en mi eterna oscuridad, porque eran como yo: perpetuos y solitarios.

—Neufar —murmuré y la oscuridad que me rodeaba comenzó a desvanecerse mostrando mi habitación. Estaba rodeada de mis libros, la cama, el sofá y la ausencia. No importaba si estuviese ahí, fingiendo ser una humana o en el abismo del olvido. Al final estaba sola.

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