Capítulo 17: El lamento del viento.

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En voz de Zoran.

Neufar, 29 de Abril de 1940.


"El viento es un ser salvaje incapaz de ser domado, salvo por sí mismo; así el hombre, sólo él puede templar su carácter o será dominado por éste; y en consecuencia acabará en soledad, pues no hay árbol que desee ser mecido por las ráfagas de un huracán.

Eruniseth, La hechicera del desierto."


Las nubes se agitaban entre las vendavales despiadados, temerosas de dispersarse en la inmensidad y nunca más encontrarse. El viento rugía una y otra vez iracundo al contemplar su error; a lo lejos una bestia cobraba fuerza para golpear la costa en un día; pero en tierra firme un ser de mayor poder azotaba la ciudad: yo, Zoran.

Los truenos eran opacados por el silbido ronco y potente que corría por las calles empolvadas, las aves se habían marchado y algunas extraviadas luchaban impotentes por mantenerse en vuelo. En mi interior el deseo de destrozar todo latía con cada palpitar del corazón, podía derribar sus casas como pequeñas torres de papel, hacer volar sus cuerpos como pétalos al viento y borrar su existencia con la fuerza del tornado, pero contenía mi coraje, lo guardaba para alguien más.

El fenómeno insólito era contemplado por los mortales con curiosidad y miedo. Y aunque aquello era apenas un pequeño reflejo de mi ira, también era un recordatorio a Ikamori, para que supiera que no le perdonaría su traición, y sin importar donde estuviese la alcanzaría: porque yo hablaba el idioma del céfiro y éste correspondía a mis peticiones.

-¡Ahh! ¡Maldita!-gruñí. Los árboles se agitaron descontrolados por la fuerza invisible que los contoneaba sin piedad-¡Te mataré! -grité cuando un trueno cayó sobre un poste.

Dos jovencitas gritaron y una de ellas alzó la vista hacia mí, sus profundos ojos verdes me distrajeron, por unos segundos creí que me miraba. Una ola de polvo se interpuso entre nosotros, eso me recordó a ese día, cuando las dunas se movieron tanto, que encontrar el camino de regreso a Esmara fue imposible, quizás habría tardado meses en salir del Sahara (Al-Kubrā), si no hubiese sido por ella: Eruniseth, la hechicera del desierto. Una mujer sabia y poderosa, engendrada para nacer, vivir y algún día morir en las arenas.

Nuestros caminos se encontraron por accidente, pero la serie de eventos que ocurrieron después estaban predestinados por una fuerza mayor: nuestra determinación. Ella una virtuosa, descendiente del clan tuaregs, yo un yoruba perdido. Ambos exiliados por nuestras tribus, condenados a vagar bajo la mirada indiferente de los astros. Nos entendíamos tanto, sin necesidad de saber más que lo que deseábamos soltar. Éramos la encarnación del odio para nuestros pueblos, y eso nos unió.

Aun la recuerdo caminando a pie descalzo sobre la arena hirviendo, con los brazos extendidos aceptando una fuerza invisible proveniente del desierto maldito, tan maldito como ella. Pero Eruniseth no era una mujer malvada, conocí de ella tanto la primavera como el cruel invierno. Y ambas facetas se robaron una parte de mí. Ella era la mujer por la que nunca podría amar, porque ya lo había hecho antes, a ella.

«Mi pueblo ha temido de mis emociones, les aterra que estas me controle» -Las palabras de Eruniseth resonaron entre mis pensamientos, mientras el recuerdo tomaba forma. Ella tendida en suelo con el rostro entre mis manos, aguardando los últimos rayos del sol; con sus pupilas flotando en un mar de sangre; con el carmín tiñendo la arena bajo su cuerpo y las heridas a flor de piel; con la impotencia en mi interior y su dolor escapándose a gritos durante las largas noche-« Ellos creen que la ira es la peor emoción, pero no es así. La calma, a esa debes temerle, nunca sabes que se esconde tras ella. Puedes odiar en completo silencio, hasta que la venganza está hecha. Tal como lo he hecho yo»

La Bruja del OlvidoWhere stories live. Discover now