Capítulo 22: Los hijos de Mirthrim (Parte II)

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Para mí el tiempo a partir del incidente transcurrió distinto, fluyó entre pequeños espacios  de conciencia y prolongados sueños, en los que no había nada: ni miedo, ni alegría, sólo un vacío. Al paso de siete lunas, el letargo aminoró, y mis ojos se abrieron bajo el roció de una noche helada.

Durante ese lapso no hablamos mucho, pues tampoco era que pudiera hacerlo, mis diálogos se limitaban a pedirle agua o quejarme del dolor o la fiebre. Fueron los momentos más difíciles desde mi libertad, pero en ellos aprendí el valor de la compañía, incluso la del desconocido que me auxiliaba. Agradecí tenerle, aunque no hiciera mucho para remediar mi situación, su simple presencia era un alivio, que aunque resultará incomprensible, me infundía brío.

En aquél momento, sumida en mis desvaríos, la muerte se ofreció como un alivio, de la misma forma que había llegado antes, sin embargo, en esta ocasión rehuía de ella, pues ansiaba vivir, lo necesitaba con desesperanza. Mi fuerza provenía de las oportunidades que pudiesen haber en el mañana, lamentablemente, mis añoranzas se basaban en un deseo que no era propio, sino de las expectativas que otros tenía de mí, y quizás por eso, las dudas persistían, brotando en los momentos de fragilidad. Decir que en esa agonía, no surgieron sería mentir, pues incluso después, cuando hubo serenidad, se allegaron. Dudé tanto, pero continué, quizás por necedad, o tal vez, por él, mi compañero.

Cuando mis ojos se abrieron, no lo noté. Pasé del sueño a la conciencia sin sentirlo, fue el ligero dolor en la mano lo que me hizo saber que había vuelto, mis dedos seguían rotos, pero el resto de mi cuerpo se encontraba mejor. Poco a poco me reintegré a la realidad, y su peso me golpeó con brutalidad, no obstante, no me quejé. La niña que estaba tendida en medio de la penumbra, no era la misma que había salido de Ragoh, había en ella una persona distinta: menos ingenua, más tenaz. Conocía la alegría y su pérdida. Estaba rota, pero seguía intentado sanarse, como lo hacía el cuerpo; algo que no me habían enseñado las oradoras, ni mi madre, intentaba reponerme a la pérdida, enfrentar mis miedos y cumplir las añoranzas de personas que nunca más vería. Lo intentaba, pero era demasiado.

Diminutas gotas se colaron para aterrizar sobre mi mejilla, se deslizaron como pequeñas lágrimas sin dueño. Pestañeé varias veces, hasta que los párpados dejaron de pesarme. Mis ojos se acostumbraron a la carencia de luz, mas no podía ver mucho, no obstante, sabía que él estaba ahí, podía escucharle ir y venir de un sitio a otro. Sus pasos eran tan ligeros como los de un felino, pero su aroma no se perdía, era más fuerte que el que desprendía un animal, pero no por ello resultaba desagradable, sino por el contrario. Todo en él, resultaba ser así, atrayente.

«Como polillas a la llama —cavilé, me removí levemente, midiendo cuanto dolor producía hacerlo—. Ellos son el fuego, y nosotros los insectos atraídos por su brillo, sabemos que podemos morir entre sus garras, pero aun así, podemos caminar directo a ellos, a él»

Un escozor creció en mi garganta, y de nuevo, como lo habría hecho antes, sin siquiera saludar, solicité su ayuda:

—Agua, por favor, agua —pedí con una voz lastimosa. Hablar me produjo un dolor en la garganta y desató un fiero espasmo—. Agua...

—Respira con profundidad. Aguarda —respondió, y noté que su voz era más gruesa de lo que recordaba, pero no le di importancia. Obedecí, tratando de calmarme, la sensación de asfixia era abrumadora—. No te levantes, toma.

Me acercó el cuenco, y mientras bebía, me percaté de algo que me inquietó, su silueta parecía mayor a como era antes. Agudicé la mirada, para confirmar si era la misma persona que me había salvado antes. Extendí mi mano para tocar su rostro, y él la apartó con brusquedad, lo que me hizo desconfiar.

La Bruja del OlvidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora