Capítulo 4

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Tomé el teléfono fijo, que se encontraba en la mesita de caoba junto a los sillones, y comencé a marcar apresuradamente el número que memoricé en caso de emergencias como esta

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Tomé el teléfono fijo, que se encontraba en la mesita de caoba junto a los sillones, y comencé a marcar apresuradamente el número que memoricé en caso de emergencias como esta.

—¿Qué estás haciendo? —cuestionó mamá.

—Llamando a la policía —resoplé—. Tú seriamente estás tratando de envenenarme. ¿Cómo eres capaz? ¡Soy tu única hija!

Mamá soltó una carcajada desde su lugar en la cocina, las arrugas alrededor de sus ojos recordándome cuánto había sufrido con la muerte de papá.

—¡Deja eso, Ángela! Si el servicio de emergencia realmente contesta, tú pagaras la tarifa de esa llamada.

Colgué el teléfono inmediatamente ante esa perspectiva y me acerqué a la isla que dividía la sala de la cocina y servía como desayunador. Mamá todavía reía entre dientes mientras giraba en el aire algunos panqueques que me recordaban más a exposiciones de arte abstracto que a gatos sonrientes. El panqueque en mi plato tenía un rostro de crema dulce y una cereza por nariz, pero era seriamente perturbador. No podía comérmelo mientras me miraba de esa manera.

—Mamá, deja de darle formas de animales a la comida.

—¡Oh, vamos, es adorable! —Giró para encararme. Lo único adorable allí era ella con ese delantal: «La mejor mamá del mundo», se leía—. Conseguí estos nuevos moldes en una de esas revistas que vende tu tía. Se supone que es la cara de un lindo gato. ¿No lo ves? —señaló con su espátula mi plato.

—Uh, mamá —carraspeé—, lo único que veo en mi plato es Lucifer intentando manifestarse. —Ella soltó una exclamación y yo comencé a reír. No le hacía gracia que insultara su comida—. Por favor, no uses más esos moldes y haz los panqueques normales, redondos, que no parecen un payaso malvado.

Ella frunció el ceño y siguió cocinando. Tomé la cereza y la mastiqué lentamente, sin demasiada hambre. Adoraba la comida de mi mamá, pero esa mañana en específico mi apetito se había extinguido por culpa de un tema que necesitaba hablar con ella pero que estuve aplazando desde el viernes. Llegó el lunes, mi primer día de castigo, y necesitaba contárselo, solo que no sabía cómo empezar.

Como siempre, ganó mi impulsividad y mi boca sin tapujos.

—Llegaré a casa tarde hoy... Estoy castigada.

Ella giró, sosteniendo la sartén aún en su mano, y el panqueque que se encontraba dando vueltas en el aire terminó cayendo en el suelo.

—Bueno, ese definitivamente no tendrá rostro de gato —señalé.

—¿Qué dices, Ángela? —Dejó el sartén y se limpió las manos en su delantal—. ¿Castigada? ¿Por qué? ¿Qué hiciste? ¿Debo ir a hablar a la escuela?

—No, mamá —reí. Al ser hija única, siempre se había preocupado excesivamente por mí—. Está bien, no necesitas pelear con nadie. Es solo... —suspiré y revolví con mi dedo la crema dulce del plato, evitando mirarla—. El director... esto... como que nos encontró a... —carraspeé— Sebastián y a mí del otro lado de la maya. Pensó que intentábamos fugarnos del colegio. ¡Pero te juro que no fue así!

Latido del corazón © [Completo] EN PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora