Segunda carta

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Hospital Psiquiátrico San Agustín.

He escrito más de quinientas cartas, Ángela. Miles de palabras y cientos de horas plasmadas en papel, rogándote que me salvaras de mí mismo. Deseando con desesperación que te percataras de que cometiste tantos errores como yo, y que amándonos podríamos sanar juntos. ¿Qué, sino el amor, cura la enfermedad? Aunque mi obsesión naciera del enamoramiento, sabía que nuestra separación me había llevado a la locura. Poseerte aliviaría mis noches de insomnio y mis días de penumbra.

Han pasado cinco años desde que te vi por última vez, y decenas de cartas fueron escritas en esta habitación, sin embargo, esta será titulada como la segunda, pues en ataques de histeria y dolor he destrozado las anteriores. Parece que me hube vuelto inmune al medicamento, o la virulencia de mi mente fue tanta que sobrepasó todas las barreras. Aún con mis dosis usuales de somníferos gritaba tu nombre dando vueltas; me rasguñaba el rostro y el pecho mientras sollozaba a medianoche, suplicándote que volvieras, desesperado por sacar la locura de mi cabeza.

Con cada día que pasaba todo se volvía peor. El mundo era menos lúcido, mis instantes cuerdos se redujeron. Aullaba a altas horas de la madrugada sintiendo una picazón en la piel, miles de insectos sobre mi cuerpo rasgando, mordiendo y tirando. Eran reales, se posaban sobre mí cuando milagrosamente lograba conciliar el sueño en las noches, pero los cuidadores entraban a mi habitación y gritaban que no había nada. No era posible, yo lo sentía, mi piel estaba rota y tenía sangre bajo las uñas, pero ellos aseguraban que yo mismo me lo producía.

Mi dosis aumentó considerablemente; comencé a dormitar la mayor parte del día y la noche, pero aún lleno de toxinas mi cerebro insistía en regresar a ti. Tú has sido siempre el mayor veneno de todos, aquel que no puedo evitar anhelar, impulsándome a la demencia y volviendo a tirar. Los gritos escalofriantes quedaban reducidos a sudores fríos y temblores musculares, mi cerebro tan infectado que permanecía encerrado en mis pesadillas sobre un ángel de alas rotas, con un demonio enamorado y acuclillado a su lado, suplicándole clemencia mientras las terminaba de destrozar. El ser inmundo en el que me había convertido fue mostrado a los ojos de mi cerebro gracias a esas horrorosas pesadillas y, sedado como estaba, temblaba en mi desesperación inútil de despertar.

Entonces, comencé a temer aquel sueño inducido porque sabía que los recordatorios de mi bajeza iban a estar allí. Y quien se enfrentaba a ellos nunca fue el Sebastián loco, a quien nada lo impresionaba; era yo, quien te escribe esta carta, la parte real de mí mismo que aún conservo y que debe enfrentar con horror lo que ha hecho. Aquel momento, cuando rogaba por replegarme dentro de mí mismo y olvidar mi tormento, que mi enfermedad y su bruma me escudaran, fue de los pocos instantes cuando me encontraba cuerdo.

Comencé a negarme a recibir el medicamento, diciéndoles que estaba mejorando. Ellos no me creían, por supuesto, ¿quién encontraría verdad en las palabras de un lunático, más que la luna misma? Pero perseveré por demostrárselos, callé mis delirios nocturnos, conseguí mantenerlos para mí. Tomó mucho tiempo, cientos de cartas escritas y despedazadas en silencio, ahogándome con el ardor que era la culpa sobre mi piel y las fantasías infaustas sobre insectos con ojos del infierno.

Las más de quinientas cartas que te escribí a lo largo de estos cinco años, el medio para canalizar mi augurio interno, acabaron hechas pedazos en el suelo de mi habitación; trozos que serían recogidos por la mañana mientras me obligaban a visitar al doctor quien me aseguraba que todo era un proceso, que podía curarme, que se alegraba de escuchar que mi terror nocturno podía darse por muerto. Aquel hombre desconocía que mi ansiedad no hacía más que aumentar y el dolor comenzaba a volverse real en vista de mis esfuerzos por ocultarlo a los ojos indiscretos.

Latido del corazón © [Completo] EN PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora