Capítulo 10

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—Tienes que venir a mi casa, Ángela

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—Tienes que venir a mi casa, Ángela. Necesitamos tiempo de chicas y mamá dice que hace mucho no sabe de ti.

—Tengo castigo mañana después de clase, ¿lo olvidas?

—Otra razón más para odiar a Sebastián, como si no hubieran suficientes ya.

Suspiré sin poder evitarlo. ¿Qué es lo que tiene un nombre que provoca suspiros en las personas adecuadas? Esa pequeña exhalación parecía manifestar un retazo de mi frustración.

—Podemos vernos el sábado, ¿qué te parece?

—¡Perfecto! Vendrás a almorzar.

Hablamos unos diez minutos más, pero yo me negué a contarle sobre mi encuentro con Traian en el estacionamiento, pues no tenía claro cómo explicarlo. Podría contárselo al día siguiente cuando nos viéramos en el colegio. Colgué el teléfono y lo coloqué sobre la mesa de noche, luego me lancé al suelo y comencé a tomar ropa limpia de la cesta y a doblarla sin éxito. Apostaba a que un niño de cinco años podría hacerlo mejor que yo. Limpiar y ordenar cosas no era lo mío, por más que lo intentara. Una vez, rompí tres platos mientras intentaba lavarlos durante una pijamada con Sebastián.

Volví a suspirar. Los suspiros parecían ser la expresión recurrente de las almas atormentadas, una manifestación inútil pero necesaria. Observé el pantalón que sostenía en las manos, intentando doblarlo para poder guardarlo con el resto de mi ropa, pero mi mente no dejaba de reproducir imágenes mezcladas en mi cabeza; la expresión furiosa de mi antiguo mejor amigo y la sonrisa amistosa del extraño que aseguraba haberme defendido.

—¿Por qué miras la ropa como si fuera la manifestación del anticristo?

Me sobresalté y observé desde mi posición en cuclillas que mi madre se encontraba apoyada contra la puerta, luciendo preocupada. Yo era once centímetros más alta que ella, quien medía apenas un metro con sesenta. Su estatura y su voz suave eran poco útiles a la hora de manifestar su enojo; era difícil tomarla en serio y eso solo lograba irritarla más, aunque rara vez se molestaba de verdad.

—No consigo acomodar mi ropa —mentí sin muchas ganas. Me sentía tan débil que no encontraba la energía necesaria para fingir bienestar.

—¿Qué sucede? —preguntó de inmediato, entrando a mi habitación y tomando asiento en el borde de mi cama—. Yo doblaré tu ropa. Sabes que eres terrible haciendo cualquier labor doméstica.

—¡Mamá! —reclamé, pasándole la cesta. Ella dobló la ropa con tanta rapidez y eficiencia que me sentí tan inútil como decía.

—Es verdad, cariño. Ahora quiero saber qué te pasa. ¿Todo va bien en el colegio? ¿Cómo te fue hoy en tu castigo?

Me senté en el suelo, encarándola. Aunque no me miraba por estar entretenida demostrándome lo que es ser una verdadera ama de casa, yo no me sentía cómoda ofreciéndole mis ojos para que detectara la vulnerabilidad evidente en ellos. Las madres lo averiguaban todo con una sorprendente facilidad. Preferí clavar la mirada en el suelo mientras me obligaba a forzar las palabras a través de mi garganta.

Latido del corazón © [Completo] EN PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora