Capítulo 46

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Arrugué la carta en mis manos y observé las palabras doblarse entre sí hasta que mi pena quedó oculta de ojos extraños. Alcé la mirada para recorrer las paredes del callejón y las sombras de los hombres que se apretujaban para obtener algo del calor que provenía de la fogata improvisada dentro de un contenedor de basura. Aspiré una bocanada de aire y los olores rancios me trajeron consigo recuerdos del barrio donde crecí, el cual se encontraba muy lejos de allí.

La medianoche era próxima y mi aliento se condensaba frente a mis ojos, manifestando el frío que mantenía a aquellos vagabundos desconocidos tan urgidos por acercar sus manos al fuego; yo me negaba a mirar las llamas, el recuerdo de lo sucedido en el hospital era demasiado fresco. No podía empujar los gritos fuera de mi cabeza, cada uno de ellos se envolvía alrededor de mi cerebro y me ensordecían, reviviendo el momento. Aún temblaba ligeramente y, mientras escribía la carta, utilizando papel y un lápiz que encontré en una de las bolsas de basura, solo me acerqué al fuego lo suficiente como para realizar los trazos; ignoré a los indigentes que reclamaban mi atención y cuestionaban mi procedencia. Me negué a entablar conversación hasta que pudiera narrarle a Ángela lo que había pasado hacía unas pocas horas.

En un ataque de enojo, empujé a aquellos hombres y me abrí paso hasta dejar que el papel se desintegrara entre las llamas; así debieron quedar reducidos a cenizas los cuerpos de centenares de mis compañeros confinados y de las personas que me atendieron durante años. Un remolino de enfermedad y desesperanza había acabado y uno nuevo había comenzado.

—Tú, florecita —silbó uno de los hombres a través de sus dientes putrefactos—, ¿de dónde vienes?

—Vete al diablo.

—Estás en nuestro territorio —intervino otro de ellos.

—¿Y qué piensan hacer al respecto?

Giré y los encaré. Continuaba vestido con la fina tela de hospital que lucía como un vestido largo y desteñido, pero había pasado tanto tiempo con él que me preguntaba si sería posible sentirme cómodo vistiendo otra cosa. El callejón no tenía salida trasera pero yo le daba la espalda a la calle intransitada. Cuando comencé a escribir la carta, los truenos se apoderaban del cielo de una manera que resultó reconfortante. Ahora caía la lluvia pero los tejados de ambos edificios lograban cubrirnos lo suficiente, y el viento soplaba con tanta fuerza que mi espalda comenzó a empaparse.

Me sentía frío, tanto física como interiormente, después de todo lo que había presenciado. No importaba si mis manos temblaban y las gotas de agua resbalaban por todo mi cuerpo, la mirada que les dirigí a aquellos hombres comunicó que yo no me hallaba cuerdo. El fuego me hipnotizó hasta hacer brotar de mi interior todo lo oscuro y siniestro que resguardaba; el dolor de cabeza fue otro indicio que señalaba mi falta de contacto con la realidad. Podía imaginar claramente el vacío en mis ojos, y la condescendencia de mi voz hacía eco en las paredes húmedas de aquel lado de la ciudad. Mi locura, tanto como la terrible tormenta, apenas acababa de comenzar.

—Vas a morir, hijo de puta —gruñó el que se encontraba más lejos, levantándose del suelo—. Te mostraré dónde recoger los pedazos de tu bonita cara.

Permanecí en silencio, resistiendo el viento y la lluvia que me empujaban hacia delante; contemplé cómo media docena de escoria humana se incorporaba, unos cojeando y otros tosiendo de manera repugnante, y se acercaban hasta formar una fuerza que pretendía intimidarme. Sin embargo, cuando formé mis manos en puños y exhalé en preparación para aquella pelea que tanto ansiaba, el primer hombre que me había dirigido la palabra, quien parecía ser el que controlaba esa madriguera de ratas, volvió a hablar:

—Deténganse. —Y todos obedecieron.

—No les tengo miedo. —Alcé ligeramente la comisura de mi labio derecho. Sonreír con desdén era algo que no había hecho en mucho tiempo—. Solo inténtenlo.

Latido del corazón © [Completo] EN PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora