Tercera carta

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Ubicación desconocida.

Hay algo maravilloso en la esencia humana que nos incita a pecar. No es la falta de discernimiento entre el bien y el mal, sino la necesidad de probar aquello sobre lo que la gente pregona tanto. ¿Por qué hablarían de la maldad si no hubiera algo que deleitar en ella? Tentarse es inherente a nuestra naturaleza y la necesidad puede devorar la conciencia de cualquier ser racional. Pude comprobarlo con mis propios ojos el día de hoy, un milagro aconteciendo como regalo de misericordia divina, o un genuino acto malvado.

Hablo de ti a tal punto que todos te conocen. Grito tu nombre tan a menudo que aquellos quienes me rodean han comenzado a implorarte también, como una oración durante años extraída desde lo más oscuro del corazón que al fin fue escuchada. Uno de mis enfermeros de cincuenta años, cuyo nombre he olvidado, conoce nuestra relación. Me inyecta mi medicina, me droga hasta callarme. Por años le hablé de ti mientras él ni siquiera me miraba, como si fueras solo un delirio de mi desesperación; pero le conté cada detalle, cada mirada y cada cruel giro de la designación. Le conté cuánto solía amarte, cuanto te sigo adorando.

Al principio escuchaba mis historias con irritación y oscuridad en sus ojos. Pasaron tantos años que perdí la cuenta, y mi enfermedad fue empeorando así que pasó más tiempo en mi habitación. Con cada día que transcurrió lo noté más demacrado; ojeras oscuras bajo los ojos, cabello caído y temblor en sus manos. Sin embargo, ni siquiera podía luchar conmigo mismo como para ayudar a alguien más. El enfermero mantenía sus ojos bajos, ya no con molestia sino con desesperanza. Aún ahogándome en mis demonios pude vislumbrar que los suyos propios lo estaban martirizando.

Entonces, sorpresivamente, comenzó a hablar. Dijo tantas cosas entre mis gritos que creí haberlas imaginado, pero su rostro se arrugó con furia mientras narraba cómo su esposa lo había abandonado y su hija se había suicidado. Me reclamó como si fuera mi culpa la manera en que su mundo se había arruinado. Incapaz de hablar, navegué entre la consciencia y el delirio por mucho tiempo; él se despedazaba frente a mí por momentos.

Fue ahí cuando entendí que el amor puede acabar con un ser humano, ya no podía culparte solamente a ti; estábamos predispuestos a hacernos daño. Aquel hombre podría ser mi padre pero compartíamos el mismo sufrimiento fresco, la desesperanza por una vida que parece una tortura constante. Mi enfermedad me sofocaba e incapacitaba la mayor parte del tiempo; él me hablaba mientras yo desvariaba. Nuestros papeles se habían invertido y aquel enfermero volcaba toda su pena sobre mí, pues sabía que yo podía entenderlo.

Creo que trabajar por más de treinta años en un hospital psiquiátrico hace mella en ti y, cuando tu vida se desmorona bajo tus pies, empiezas un descenso vertiginoso hacia la locura. Mi nuevo amigo y yo enloquecimos juntos, lo pude percibir aún en mi silencio y en las escasas veces cuando estuve cuerdo antes de recibir medicamento. No me hizo falta hablarle para notar que balbuceaba tantas incoherencias como yo; no entendía cómo le permitían a un enfermo mental trabajar cuidando a otros de su misma especie. Quizá pasó desapercibido hasta este momento.

Sentado sobre la cama y abrazando mis piernas, permanecí quieto y en silencio durante todo el día de hoy pensando en lo que fue de mi vida. Extrañando a mi madre, recordando la última sonrisa que me regaló antes de que su mano cayera fría por el cáncer; en tu madre, cómo siempre declaró que me amaba porque yo también era su hijo; y en ti, lo que no es una novedad. Pensé tanto que luego no encontré nada más en lo que pensar.

Hoy despidieron a mi enfermero del hospital, la última catástrofe para impulsarlo hacia el abismo. Llegó a mi habitación temprana la noche y creí que sería la misma rutina de siempre, pero entró a mi habitación con ojos rojos y temblor corporal. Iba a comentarle que me encontré sano durante todo el día y que podríamos hablar, pero escupió con sarna que su vida se había acabado. Que el infierno volvería a la tierra aquella noche y yo podría arder o irme con él. Me estaba ofreciendo una vía de escape, lo que tanto estuve esperando. Creí que estaba fantaseando otra vez con algo imposible, pero aquel hombre arrugado, sin carne en sus huesos y ojos vacíos fue la manera en la que mi propia locura se encarnizó para darme vía libre.

Latido del corazón © [Completo] EN PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora