Anexo, Capítulo 40

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Diez años antes.

Dormía profundamente, soñando con una carrera en las Olimpiadas Nacionales que yo ganaría y me catapultaría directamente a la gloria. Ángela estaba allí, gritando mi nombre entre la multitud del estadio, sonriendo y opacando a cualquier otra persona. Saltaba sobre su asiento y sostenía un cartel lleno de corazones y diamantina rosa, tan cursi que casi me partí de la risa mientras corría en su dirección. Estaba a punto de tomarla entre mis brazos y hacerla girar en el aire, pero una voz me despertó. 

Gritaban mi nombre con urgencia, me arrancaron de mi fantasía y desperté abruptamente en medio de mi cama. Mi mejor amiga estaba sentada sobre mis piernas, con sus manos sacudiendo mis hombros mientras daba saltitos de emoción. Intenté borrar el sueño de mis ojos antes de hablar, pero me sacudió con sus gritos que debieron despertar a toda la cuadra de vecinos:

—¡Levántate, levántate, levántate!

—No puede...

—¡Arriba, Sebastián! ¡Hoy iremos al museo!

Me dejé caer sobre la almohada y exhalé un quejido. Mi reloj despertador decía que apenas eran las ocho de la mañana del sábado. Más tarde le reclamaría a mi madre por haberla dejado entrar a mi habitación. Ángela era como un balón repleto de alegría que rebotaba contra cada pared y no le importaba lo que derribara a su paso. Llevaba toda la semana ansiando aquel día pues por fin iríamos a su preciado Museo de Ciencias Naturales. Recordé por qué accedí a visitar aquel lugar tan aburrido: hoy era el aniversario de la muerte de su padre, una fecha lúgubre en la que se encerraba en su habitación y lloraba hasta que su cuerpo se secaba.

Si bien aquel día era difícil para mí también, el dolor de Ángela cruzaba límites inauditos. Nunca veía a mi mejor amiga tan destruida como entonces, y su nube de melancolía la acompañaría a clases por una semana entera. Sabía el sufrimiento que experimentaba pero por más que lo intenté los años anteriores nunca fui capaz de hacer nada más que abrazarla toda la tarde sobre su cama mientras ella lloraba y se aferraba. Quería distraerla y hacerla olvidar, pero nunca permitió que aquella fecha estuviera destinada a otro fin que no fuera ir al cementerio y encerrarse en su cuarto.

Me sorprendió cuando mencionó que quería que la acompañara al museo aquel sábado. Al principio pensé que había olvidado el aniversario pero rechacé esa idea de inmediato. Fuera como fuese, realmente lucía ansiosa por ir y yo accedí. Pasó toda la semana hablándome sobre la nueva exposición de fósiles mientras yo permanecía en un silencio solemne, sin poder creer que iríamos al museo y romperíamos la tradición de llanto y tormento, pero lo suficientemente inteligente como para no cuestionarla.

—¡Son las ocho de la mañana!

—El museo abre a las nueve. —Saltó otra vez sobre la cama, sacudiendo mis hombros—. Hombre, date prisa, ¡vamos!

—Asesinaré a mamá por esto —juré, cubriendo mis ojos cuando Ángela abrió las cortinas de mi habitación y la luz del sol cortó las penumbras—. ¡Basta! Dios, eres irritante, pareces un cachorro. ¡Cierra eso, demasiada luz!

—Tú eres un murciélago. —Descubrí mis ojos justo a tiempo para mirarla sacarme la lengua y tomar la perilla de la puerta—. Tienes diez minutos. Estaré preparando el desayuno con tu madre. Si no bajas a tiempo... —Intentó hacer un gesto malvado, haciéndome entender que me cortaría el cuello, pero lucía tan adorable con los labios fruncidos y la nariz arrugada que comencé a retorcerme de la risa sobre las sábanas. Ángela cerró de un portazo y se marchó con zancadas furiosas, pero yo no podía parar de reírme.

Así era como yo la amaba y así la querría siempre. Aquella pequeña chica se había robado la mitad de mi alma.

 Aquella pequeña chica se había robado la mitad de mi alma

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Latido del corazón © [Completo] EN PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora