Capítulo 48

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Me senté al borde de la cama y la observé dormir. Abrazaba la almohada, lo que me hizo sonreír; me alegraba no ser el único que adoraba aspirar la esencia del otro. Tomé el borde de la sábana y la cubrí hasta el pecho. Camila se encontraba descansando en nuestra habitación de invitados; Ángela se quedó arrullándola la noche anterior hasta que ambas se quedaron dormidas y tuve que traerla de regreso a la habitación, por lo que no pude hacerle el amor como deseaba.

Tenía los labios entreabiertos y húmedos, cedí a la tentación de inclinarme y morder el inferior con suavidad. Gimió en sus sueños y se aferró con más fuerza a la almohada. Era muy temprano para ella, apenas las tres de la madrugada; le quedaba otra hora de descanso antes de levantarse para su turno en el hospital. Aquellos seis meses trabajaba de seis de la mañana a tres de la tarde y me alegraba saber que no vivía tan agotada como durante su horario nocturno. Quería que tuviera todo el tiempo posible para disfrutarlo con nuestra hija.

—¿Ya te vas? —masculló con los ojos cerrados, apenas consciente de mi presencia sobre ella.

Miré mi uniforme, el cual consistía en una camiseta ajustada con el distintivo de la compañía, pantalones militares y botas de comando. Aquel atuendo completamente negro me hacía lucir más peligroso de lo que me consideraba a mí mismo, pero era parte del trabajo y me ahorraba el tener que planchar un uniforme convencional.

—Estaré de regreso para la cena. ¿Quieres que traiga algo?

—No —bostezó, sentándose y estirando los brazos sobre su cabeza—, pero este fin de semana tenemos que ir al supermercado. Y mamá quiere que vayamos de visita.

—Anotado. —Besé su cabeza pero permanecí más tiempo de lo necesario aspirando su olor a miel y aceite de almendras. Quería empaparme de él para poder sobrevivir al día que tenía por delante—. ¿No te doy miedo?

Rió, somnolienta. Era tan hermosa que me cortaba la respiración.

—¿Después de observarte comer leche y galletas mientras miras Dora La Exploradora los fines de semana?

—Es su programa favorito —me encogí de hombros, pero la verdad era que disfrutaría de cualquier cosa que mi hija quisiera ver en la televisión si así podía pasar tiempo con ella.

—El tuyo también.

—No. —Arqueé mi ceja, sonriendo—. El mío es Jorge El Curioso. Ese mono es más listo de lo que parece.

Tomó la almohada que estaba sosteniendo y me aporreó la cabeza. No perdí tiempo antes de quitársela de las manos y arrojarla al otro lado de la habitación. Arrojé la sábana lejos de la cama, también, y tiré de las piernas de Ángela hasta que la coloqué debajo de mi pecho, con mis codos elevándome sobre ella.

—Vete de aquí, llegarás tarde al trabajo.

—¿Y mi beso?

—¡Madura! —se burló.

—Creo que la vendedora de helados estaría más que encantada de dármelo.

—Bájale un poquito a tu ego, campeón. —Quería actuar ruda, sin embargo abrió las piernas para que pudiera acomodarme mejor sobre ella y rodeó mi cuello con sus brazos—. No eres tan guapo como crees. Ninguna mujer querría besarte o mirarte desnudo, para que sepas.

Descendí lentamente, tan despacio que oculté la sonrisa al notar cómo se aceleraba su respiración. Seguía emocionándose como si fuera nuestra primera vez, al igual que yo; el sentimiento no desaparecía, aquella conexión que latía y nos tiraba juntos, me embriagaba de felicidad y un deseo voraz. Ángela decía que yo era insaciable, sin ser consciente de cuánta razón tenía su declaración; siempre sentí que faltaba algo, aún estando con otras mujeres. Quizá fuera aquel golpe de electricidad que me robó el aliento cuando vi los ojos de una delicada chica rubia en el museo donde trabajaba mamá. Recordé aquel momento durante años, sin saber por qué me interesaba tanto en una persona que apenas me dirigió una palabra.

Latido del corazón © [Completo] EN PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora