Primera carta

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Hospital Psiquiátrico San Agustín.

Los ángeles que pertenecieron a la primera jerarquía del cielo fueron los serafines quienes, junto a los querubines, eran la esencia de Dios. Los serafines se encargaban de llenar el cielo de música, y con sus instrumentos colmaban de alegría la corte celestial. Cantaban sin cesar y fueron la inherencia más pura del amor. Su ardor y la pureza con la que amaban les otorgaron el nombre de «rayos de fuego del amor». Eran representados con un par de alas cubriendo sus rostros debido a que solo Dios tenía derecho a mirar su exquisita belleza y su halo sagrado de ternura.

Sé todo esto porque he estudiado desde que estoy aquí. Los libros se apilan en las esquinas de la minúscula habitación; cada título es una variante ramificada del anterior. Siete meses han pasado desde la última vez que te vi, aquel fatídico día en el juzgado, y desde entonces me he dedicado a aprender más sobre ti. He leído tu origen, tu pasado y las memorias que ni siquiera tú recuerdas. No puedo culparte, preciosa mía, tu sencillez siempre impidió que vieras cuan brillante llegabas a ser. No te permitió advertir lo singular que eras entre todos nosotros, pecadores y villanos, que contaminamos tu esencia con nuestra maldad.

Secretamente lo supe entonces y con toda certeza lo afirmo ahora: Eres un ángel. Descendiste de la corte celestial con el propósito de darle sentido a la vida de todos los que nos hemos encontrado alguna vez contigo. Comenzaste a caminar sobre la tierra con la memoria desprovista de tu verdadera identidad, y nuestros destinos se cruzaron en una danza que culminó en corazones desgarrados. Ahora entiendo que no fue mi culpa caer rendido ante tu belleza; ni siquiera tuve la oportunidad de resistirme alguna vez. Fuiste creada con el bosquejo de la pena humana encerrada en la pulcritud divina, un mar de sueños rotos y caricias suaves, la clase de fantasía en la que estuve destinado, desde un principio, a ahogarme.

Ángela, te extraño tanto. No supe el significado de ese verbo hasta que te vi por última vez. Pero de ti no extraño la cercanía física, pues ya hemos estado separados antes y nunca te he necesitado como ahora; antes, mi recuerdo moraba en tu memoria y me mantenías vivo, nuestra conexión seguía latiendo lo suficiente como para prolongarme cuerdo. Ahora que sé que me has olvidado, ni siquiera traído a tu mente por casualidad, es cuando siento el filo acerado.

Porque tú misma lo dijiste, mi preciosa chica. Recuerdo aquel día en la Corte, cuando te negabas a mirarme a los ojos desde que empezó el juicio y permaneciste en silencio. Enloquecía en mi propio asiento, ignorando a cualquiera que no fueras tú. Quería levantarme y estrecharte en mis brazos, acabar con los sollozos silenciosos que te sacudieron cuando tu abogado presentó el caso. Pero nunca me miraste, como si yo no estuviera a menos de un metro de ti, vestido con un traje barato y empapándome con tu sufrimiento. Estabas tan callada que te creí muerta, la culpabilidad me apuñaló al pensar que yo había asesinado lo que una vez me hiciste amar.

Fue entonces cuando te llamaron al estrado y tuve la esperanza de que por fin nuestros ojos se encontraran al tenerte frente a mí, pero me rompiste el corazón, Ángela. Hablaste de nuestro tiempo juntos como si hubiera sido tu pesadilla encarnizada, estropeando lo que vivimos, haciéndole creer a todos que había sido malo. Sabía que te había hecho daño, pero en el fondo nos amábamos de algún modo extraño. Sé que tú también lo sentiste, quería gritarlo ante toda la sala, pero fuiste incapaz de enfrentarme mientras me acusabas de arruinar tu vida perfectamente planeada. Yo no arruiné tu vida, preciosa mía, nosotros éramos un camino de un solo sendero y recorrerlo juntos era todo cuanto fuimos creados para hacer. Por lo que aun escuchándote con la voz quebrada diciendo mentiras, en mi interior sabía que siempre te perdonaría.

En aquel momento por fin comenzaste a alzar la mirada, y recuerdo la pausa que hizo mi corazón, como si esperase su soplo de vida preciada. Pero lo miraste a él, Ángela. Sentado detrás de mí, no necesitaba girarme para saber en quién habías clavado la mirada. Mis dientes rechinaron con furia y mis manos se volvieron puños sobre la mesa, recordando cómo entraron a la sala tomados de la mano. Aún cuando yo era la causa de tu sufrimiento, y aunque tu corazón se rompiera hablando de mí, tus ojos nunca lo abandonaron hasta acabar de testificar. Fuiste infiel justo frente a nuestros ojos pero no te importaba. Condenaste a tu alma gemela por un simple capricho repleto de superficialidad y mentiras; elegiste a alguien a quien no podrías amar ni viviendo nueve veces tu vida.

Latido del corazón © [Completo] EN PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora