Capítulo 51

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—¡Abran las malditas puertas! —gritó Val.

Sostuve contra mi nariz la mascarilla que hacía lo posible por proporcionarme oxígeno, pero me hallaba a punto de hiperventilar. Tenía muy claro que necesitaba tranquilizarme y mantener un ritmo cardíaco estable, que cada gramo de estrés era aún más perjudicial para el bebé... Si quedaba uno. Solté un fuerte sollozo ante la idea; el aire volvió a desaparecer de mis pulmones.

Valerie me miró hacia abajo, empujando la camilla junto a los otros dos paramédicos a través de la entrada de emergencias del Hospital Estatal. Soltó una horrible maldición; pude ver las lágrimas que habían destruido el experto maquillaje en sus mejillas.

—Ángela, por favor cálmate, te prometo que todo estará bien. Nada va a pasarle a este bebé.

Sentí una lágrima fría descender hacia la camilla empapada de sangre. Quería creerlo, me aferraría a cualquier brillo de esperanza de que el hijo en mi vientre estuviera a salvo. Recuerdo que me desmayé pocos segundos después de que Perssia señalara lo que estaba ocurriendo conmigo, probablemente aunado al estrés y a la pérdida de fluidos. Al abrir los ojos me encontré con el techo de una ambulancia y la sirena casi reventándome los tímpanos; un paramédico me atendía a la izquierda mientras Valerie sostenía mi mano a la derecha, pálida. 

Lo primero que dijo fue:

—No voy a abandonarte.

—Val —sollocé. Temblaba tanto que nunca supe si pudo entender mis palabras—, mi bebé. Lo perderé. Mi hijo...

El monitor empezó a emitir un pitido histérico y Valerie sujetó mi mano con más fuerza, sin hallar las palabras para consolarme. El paramédico frunció el ceño al analizar mis signos vitales, pronunciando con voz controlada:

—Necesito estabilizarla, señora Báez. Tiene que resistir hasta que lleguemos al hospital.

El viaje debió durar apenas un par de minutos aunque en mi cabeza parecieron horas, como si con cada segundo que pasara perdiera un poco de mi alma. Sentí que la vida de mi hijo se estaba yendo y no hallaba la manera de evitarlo, llorando en silencio y balbuceándole a cualquiera que quisiera escucharme que aquel bebé era esperado y sería muy amado... que no me lo arrebatasen.

Ahora, las luces fluorescentes del hospital donde yo misma trabajaba eran las que me daban la bienvenida mientras Valerie se negaba a separarse de mi lado y todos empujaban mi camilla hacia el interior. El bullicio familiar, más que reconfortante, me erizó la piel. ¿Cuántas veces no había atendido yo casos similares a lo largo de los años? Y aquellas mujeres raramente habían regresado a casa con su bebé en el útero. Las había escuchado llorar y suplicar, gemir de dolor y maldecir a la vida; nunca supe bien qué decirles. Ahora lograba entenderlo, al escuchar las voces de las enfermeras con las que hube compartido turnos de trabajo, el sentimiento era enfermo.

—Metrorragia —dijo un paramédico—. Está embarazada.

Mi visión estaba tan inundada de lágrimas que todo parecía un sueño blanquecino, imágenes rápidas e incoherentes. Más enfermeras de las necesarias se acercaron a mi camilla y ayudaron a empujarme con mayor velocidad; había tanta gente que dejé de intentar reconocer sus rostros. El dolor en mi vientre se había vuelto bestial, como si las paredes uterinas se desgarraran en tiras. Sin embargo lo soportaba, no profería ningún grito ni me retorcía pues, si había una oportunidad de que mi hijo aún viviera, no iba a rendirme.

—Val —gemí. Volvió a mirarme, con su vestido y sus manos llenas de sangre. Arruiné su día especial, aquel que había soñado durante tanto tiempo—. Perdóname.

—No te disculpes —escupió con dureza—. Lo único por lo que no te perdonaré nunca es si te das por vencida. Joder, Ángela, vas a salir de esta. —Sollozó—: ¡Vamos a salir adelante como siempre lo hemos hecho!

Latido del corazón © [Completo] EN PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora